Saturday, July 14, 2012


Los primitivos soldados del Profeta

Roberto Casín. EL NUEVO HERALD

Esta columna está especialmente dirigida a los ilusos que siguen creyendo que una cordillera de dólares y un ejército de ocupación bondadoso, avituallado de buenas intenciones, son armas suficientes contra la barbarie. El tema de controversia vuelve a ser Afganistán, una década después de que los talibanes, que gobernaron al país con mano carnicera y corroboraron a los paleontólogos que el hombre de Cro-Magnon nunca se extinguió, fueron echados de Kabul y perdieron el poder pero no la vida.

La brutal ejecución de una mujer de 22 años acusada de adulterio saca a la luz nuevamente el primitivismo de estos soldados del Islam. El asesinato tuvo lugar a plena luz del día, en público, ante la mirada y la entusiasta aprobación de otro grupo de combatientes de la doctrina que invocaron el derecho a matarla, tal vez turbados por el temor de que su cortedad como esposos les hiciese igualmente vulnerables a la infidelidad de sus mujeres. Las enseñanzas del Profeta dispusieron, las balas de un Kalashnikov se encargaron de consumar el mandato.

Pero la hermana de Mustafá y esposa de Juma Khan pudo haber sido otra cualquiera.

En la práctica, éste no fue un hecho aislado. En el país abundan los crímenes de esta naturaleza, que buscan limpiar el “honor” de caballeros que no vacilan en rociar con ácido el rostro de sus mujeres, en lapidarlas o decapitarlas. Si eso es hombría, entonces a mí me lo enseñaron al revés. Quien le dispara a una víctima desarmada es un cobarde. Si lo hace a una mujer lo es por partida doble. Eso se aprende de niño. Pero cuando lo que los menores ven desde la cuna es todo lo contrario, lo que anda mal no es el individuo, es la idea que se le inculca, la religión que lo ciega. En suma, la que anda patas arriba es la familia y la sociedad.

El gobierno afgano, a fuerza de los miles de muertos que hemos puesto nosotros, los “infieles”, ha decretado leyes para desalentar la discriminación contra la mujer, para mejorar su acceso a la política, la salud y la educación – que se les tenía prohibida — e incluso ha suprimido la obligación de que tengan que ocultar el rostro y perder su identidad bajo una burka, costumbre que las denigra. Pero ya ven. No basta con promulgar decretos. Y menos cuando no se cumplen, porque en muchos hogares la disciplina que prevalece es la del horror de las cavernas.

Un informe de Human Rights Watch de hace sólo cuatro meses dio cuenta de que al menos se sabía de 400 mujeres y niñas encarceladas en el país por “delitos contra la moral” ─ váyase a saber cuáles ─, y de acuerdo con organizaciones no gubernamentales y activistas de derechos humanos todavía son frecuentes los matrimonios forzados. Sencillo, te casas o te mato. Según Naciones Unidas, del 60 al 80 por ciento son así, con una escalofriante proporción de esposas menores de 16 años (57 por ciento).

Lo contradictorio de lo que sucede a las mujeres en Afganistán y en muchos otros países musulmanes es que el mundo no sólo llegó a indignarse sino que se rebeló contra la segregación de razas, y le declaró la guerra al apartheid en Sudáfrica, donde trataban a los negros como perros, pero no peor de lo que lo hacen con sus mujeres muchos barbudos maridos del Islam.

En suma. Con todo lo que se ha adelantado en materia de justicia femenina no es para que echemos las faldas por la borda y nos sentemos plácida y resignadamente a escuchar a quienes alegan que se trata de dos culturas diferentes. Lo digo no sólo porque tuve madre y ahora tengo esposa, sino porque, profésese el credo que se profese, pienso que lo que jamás puede perdonársele a un hombre es que olvide que nació de un vientre de mujer. Sólo por eso, además de amarlas hay que respetarlas. Y atribuirnos con todo derecho la autoridad de tratar a sus verdugos como lo que son, unos mal nacidos.

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