Los primitivos soldados del Profeta
Roberto Casín. EL NUEVO HERALD
Esta columna está especialmente dirigida a los ilusos que
siguen creyendo que una cordillera de dólares y un ejército de ocupación
bondadoso, avituallado de buenas intenciones, son armas suficientes contra la
barbarie. El tema de controversia vuelve a ser Afganistán, una década después
de que los talibanes, que gobernaron al país con mano carnicera y corroboraron
a los paleontólogos que el hombre de Cro-Magnon nunca se extinguió, fueron
echados de Kabul y perdieron el poder pero no la vida.
La brutal ejecución de una mujer de 22 años acusada de
adulterio saca a la luz nuevamente el primitivismo de estos soldados del Islam.
El asesinato tuvo lugar a plena luz del día, en público, ante la mirada y la
entusiasta aprobación de otro grupo de combatientes de la doctrina que
invocaron el derecho a matarla, tal vez turbados por el temor de que su
cortedad como esposos les hiciese igualmente vulnerables a la infidelidad de
sus mujeres. Las enseñanzas del Profeta dispusieron, las balas de un
Kalashnikov se encargaron de consumar el mandato.
Pero la hermana de Mustafá y esposa de Juma Khan pudo
haber sido otra cualquiera.
En la práctica, éste no fue un hecho aislado. En el país
abundan los crímenes de esta naturaleza, que buscan limpiar el “honor” de
caballeros que no vacilan en rociar con ácido el rostro de sus mujeres, en
lapidarlas o decapitarlas. Si eso es hombría, entonces a mí me lo enseñaron al
revés. Quien le dispara a una víctima desarmada es un cobarde. Si lo hace a una
mujer lo es por partida doble. Eso se aprende de niño. Pero cuando lo que los
menores ven desde la cuna es todo lo contrario, lo que anda mal no es el
individuo, es la idea que se le inculca, la religión que lo ciega. En suma, la
que anda patas arriba es la familia y la sociedad.
El gobierno afgano, a fuerza de los miles de muertos que
hemos puesto nosotros, los “infieles”, ha decretado leyes para desalentar la
discriminación contra la mujer, para mejorar su acceso a la política, la salud
y la educación – que se les tenía prohibida — e incluso ha suprimido la
obligación de que tengan que ocultar el rostro y perder su identidad bajo una
burka, costumbre que las denigra. Pero ya ven. No basta con promulgar decretos.
Y menos cuando no se cumplen, porque en muchos hogares la disciplina que
prevalece es la del horror de las cavernas.
Un informe de Human Rights Watch de hace sólo cuatro
meses dio cuenta de que al menos se sabía de 400 mujeres y niñas encarceladas
en el país por “delitos contra la moral” ─ váyase a saber cuáles ─, y de
acuerdo con organizaciones no gubernamentales y activistas de derechos humanos
todavía son frecuentes los matrimonios forzados. Sencillo, te casas o te mato.
Según Naciones Unidas, del 60 al 80 por ciento son así, con una escalofriante
proporción de esposas menores de 16 años (57 por ciento).
Lo contradictorio de lo que sucede a las mujeres en
Afganistán y en muchos otros países musulmanes es que el mundo no sólo llegó a
indignarse sino que se rebeló contra la segregación de razas, y le declaró la
guerra al apartheid en Sudáfrica, donde trataban a los negros como perros, pero
no peor de lo que lo hacen con sus mujeres muchos barbudos maridos del Islam.
En suma. Con todo lo que se ha adelantado en materia de
justicia femenina no es para que echemos las faldas por la borda y nos sentemos
plácida y resignadamente a escuchar a quienes alegan que se trata de dos
culturas diferentes. Lo digo no sólo porque tuve madre y ahora tengo esposa,
sino porque, profésese el credo que se profese, pienso que lo que jamás puede
perdonársele a un hombre es que olvide que nació de un vientre de mujer. Sólo
por eso, además de amarlas hay que respetarlas. Y atribuirnos con todo derecho
la autoridad de tratar a sus verdugos como lo que son, unos mal nacidos.
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