Paraguay: ¿Gobernantes extranjeros?
René Gómez Manzano.
CUBANET
Una
vez más los países del eje castro-chavista pretenden erigirse en juzgadores de
la legitimidad — o falta de ella — de los procesos políticos que tienen lugar
en estados de Nuestra América.
En
esta ocasión ha tocado el turno al fraterno Paraguay, donde el Congreso,
haciendo uso de la facultad que le concede el artículo 225 de su carta magna,
destituyó al presidente Fernando Lugo con la aprobación de más de dos tercios
en cada una de ambas cámaras. Con arreglo al derecho vigente en ese país, la
jefatura del Estado fue asumida por el sustituto constitucional Federico
Franco.
En
la América Latina, este tipo de procesos tiene una honda raigambre. Existió el
antecedente de los juicios de residencia que sufrían los gobernadores de la era
colonial; pero el verdadero origen se encuentra en la Constitución de los
Estados Unidos de 1787, que estableció esa institución con el nombre inglés de impeachement. Se trata, en definitiva,
de que el Jefe del Estado democrático no tenga la inviolabilidad de un monarca
absoluto.
A
lo largo de la bicentenaria historia de la gran república norteña, han sido dos
los presidentes sometidos a ese proceso, aunque ninguno fue condenado. El más
reciente: Bill Clinton, que en definitiva resultó absuelto por el Senado.
Como
dato curioso, puede mencionarse que — hasta ahora — el nuestro era el único
país en que, como resultado de un juicio de ese tipo, fue destituido un Jefe de
Estado. El hecho ocurrió en 1936, y el afectado fue el doctor Miguel Mariano
Gómez Arias, reemplazado por el vicepresidente Federico Laredo Bru.
Los
países del Sur del río Bravo han establecido sistemas presidencialistas
inspirados en la Constitución federal estadounidense, y en la mayoría de ellos
existe el juicio político. Constituyen excepción los centroamericanos, en los
que el órgano legislativo sólo puede declarar la “incapacidad física o mental”
del Jefe del Ejecutivo o autorizar que sea procesado por la Corte Suprema.
Desde
la antigua Roma rige un principio jurídico: “Quien hace uso de un derecho no
ocasiona perjuicio a nadie”. Pero los “socialistas del siglo XXI”, violentando
la semántica, han adoptado la denominación de “golpe de estado parlamentario”
para referirse al ejercicio, por parte del Congreso paraguayo, de una facultad
que le otorga su Constitución.
Al
propio tiempo, los adversarios de la medida no han desdeñado recurrir a la
demagogia más pedestre, calificando lo sucedido como “un atentado a la
democracia”. Ante este planteamiento, surgen preguntas: Los legisladores del
país sudamericano ¿no fueron también electos por el pueblo! El nuevo Jefe del
Estado ¿no fue compañero de fórmula del obispo fornicador transformado en
político! ¿No recibieron uno y otro idéntico número de votos!
El
ALBA, en un Comunicado Especial, se arroga la facultad de desconocer la carta
magna de la república guaraní, al declarar que el presidente Lugo “sólo puede
ser cambiado con el voto del pueblo paraguayo que lo eligió”. Tienen — pues —
la desfachatez de actuar como si en el país guaraní rigiera no su propia
Constitución, sino la de algunos miembros del ALBA — en concreto: Venezuela o
Bolivia —, donde no existe juicio político, pero sí referendo revocatorio.
Algunos
estados han retirado sus embajadores de Asunción. Otros critican la extrema
celeridad con que actuó el Legislativo paraguayo. En círculos de MERCOSUR se
habla de expulsar al país de ese bloque económico. El régimen cubano, por su
parte, anunció que “no reconocerá autoridad alguna” al nuevo gobierno de
Federico Franco.
En
resumidas cuentas, todos esos extranjeros pretenden subsumirse en el lugar y
grado de los únicos facultados para adoptar la polémica decisión. Es cierto
que, al parecer, hubo cierta festinación en los trámites congresionales, ¿pero
quiénes somos los forasteros para cuestionar la forma en que actuó el órgano
nacional facultado para ello, o las motivaciones que pudo haber tenido para
actuar con tanta rapidez!
Mientras
tanto, es conveniente tener en cuenta que el Paraguay está encerrado entre tres
países cuyos gobiernos no esconden sus simpatías por el depuesto Lugo:
Argentina, Brasil y Bolivia. La opinión pública mundial y los países
democráticos deben permanecer alertas ante los abusos a los que sea capaz de
recurrir ese trío para hostigar a la nueva administración de Franco.
En
definitiva, se impone un par de preguntas finales: ¿Qué habrían hecho los
“socialistas del siglo XXI” si el afectado por una medida como ésa hubiera sido
un presidente por el que no sienten simpatías, como — digamos — Sebastián
Piñera? ¿Se asombraría alguien de que una hipotética decisión análoga del
Congreso chileno encontrase comprensión y aun aplauso entre los Castro y los
Chávez!
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