Este mundo no es democrático
Fernando Mires.
Blog POLIS
Cuando
el asesino de Siria, Bashar Al Assad, se compara con un cirujano que opera a su
nación, y uno ve las fotografías de los cadáveres de esos niños de Hula, es
imposible contener una maldición. Hay que ser malvado o ideológicamente
desquiciado o lacayo de autocracia, para no sentir indignación moral frente a
la horrenda masacre. Más horrenda todavía cuando uno sabe que esos crímenes son
cometidos bajo la impunidad que otorgan otras dictaduras, e incluso democracias
mal constituidas; y de esas no hay pocas en América Latina.
¿Cómo
no maldecir a los gobiernos de China y Rusia cuando impiden actuar a la ONU en
defensa de la población civil siria? Así, al fin, uno tiene que rendirse a la
evidencia: Este mundo no es democrático.
No
podemos exigir a un perro que cuide las salchichas. Tampoco podemos exigir a
las dictaduras que condenen a gobiernos cuando patean derechos humanos. Tanto
el perro como las dictaduras actúan de acuerdo a su naturaleza. Pero sí
podemos, más aún, debemos, exigir a naciones democráticas y a las que crean
serlo, una postura más firme frente a atrocidades cometidas en países como
Siria. Que no sea así, indica que muchos gobiernos no han captado que una de
las principales contradicciones que cruza al planeta es la de democracia contra
dictadura. O mejor dicho: casi todas las naciones democráticas viven esa
contradicción de un modo interno, pero pocas la asumen de un modo externo. Y
eso es grave. La paz mundial sólo puede estar asegurada por democracias; jamás
por dictaduras. El hecho de que hasta ahora nunca ha habido una guerra entre
naciones democráticas dista de ser casualidad.
La
revolución democrática iniciada en los Estados Unidos y Francia en el siglo XVIII
ha logrado avances, no hay dudas. La derrota de la Alemania nazi, el declive de
las dictaduras latinoamericanas, las revoluciones anti-totalitarias de Europa
del Este, y las antidictatoriales que hoy están teniendo lugar en el mundo
árabe, así lo demuestran.
Desde
un punto de vista cualitativo, la declaración universal de los Derechos Humanos
ha impuesto su hegemonía mundial. Sin embargo, desde uno cuantitativo las democracias
no han logrado ─ todavía estamos lejos ─ la victoria final. Más del sesenta por
ciento de las naciones que constituyen las Naciones Unidas no son democráticas.
De ahí que no podemos extrañarnos si personajes como Assad gozan de protección
internacional.
China
y Rusia ─ digámoslo de una vez- ─ se han constituido en protectores de tiranos
asesinos. Sin embargo, China y Rusia son diferentes.
China,
cuya potencialidad económica cautiva el corazón de tantos tecnócratas
occidentales, ha demostrado, en contra de la tesis liberal y marxista, que la
evolución política no está determinada por el desarrollo económico. Eso
significa que una economía capitalista puede funcionar perfectamente bajo un
estado socialista, nazi, fascista, autocrático, democrático, e incluso ─ es la
innovación china ─ neoconfuciano.
Sin
embargo, China no viola los derechos humanos en su país pues esos derechos
nunca los ha conocido. Distinto es el caso de Rusia.
La
Rusia de Putin no es, por cierto, el mejor ejemplo de una nación democrática.
La represión a todo lo que sea oposición es en Rusia tan brutal como en China.
Pero ─ y ahí reside la diferencia ─ la
república rusa de Putin surgió de una revolución democrática: de una tan
profunda como fue la francesa anti-absolutista del siglo XVIII.
La
comparación entre la Francia de 1789 y la Rusia de 1989 no es del todo errada.
Quizás bajo Putin la revolución democrática rusa está viviendo su “momento
napoleónico”, es decir, así como Napoleón, en nombre de la revolución restauró
el poder absoluto, pero sobre la base de un Código Civil, Putin, en nombre de
la democracia está restaurando la estructura del poder soviético, pero sobre la
base de una constitución liberal. Sin embargo, cuidado con las analogías: las
diferencias también son notables.
Mientras
la Francia revolucionaria nació cercada por estados absolutistas, la Rusia
post-comunista emergió en un espacio democrático. Eso significa que una Rusia
democrática nunca ha estado ni estará aislada, como ocurrió con la Francia
revolucionaria. Todo lo contrario: los principios que dieron origen a la
revolución anti-totalitaria rusa fueron esencialmente europeos. En cierto modo
la iniciada por Gorbachov fue la continuación de la revolución francesa de
1789, pero en 1989.
Sin
la visión de una Rusia europea, republicana y democrática a la vez, Gorbachov
no habría dado ese paso que a partir de la Perestroika llevó a la liberación de
Europa del Este. De ahí que la responsabilidad de los gobernantes europeos sea
hoy más grande que nunca. Son ellos y no el gobierno norteamericano los
llamados a ejercer presión para que Putin no abandone del todo esos principios
que heredó de Gorbachov y del primer Jelzin. Son esos gobiernos los que deben
convencer a Rusia de que su grandeza nunca será obtenida apoyando a sangrientas
dictaduras, como la de Siria. Pero eso lo pueden lograr no con concesiones,
sino asumiendo el legado de la revolución democrática de la cual proviene la
Europa de hoy. O dicho así: liberar a Rusia de sus relaciones con Al Assad,
pasa por la caída del tirano. Hay gobiernos europeos que, pese a la gran
depresión económica en que están sumidos, así lo están entendiendo.
Este
mundo no es democrático pero la democracia sigue avanzando. Ello no ocurre
verticalmente sino ─ para decirlo con los términos de Leo Trotsky cuando
imaginó el curso de la revolución socialista mundial ─ de un modo “desigual y
combinado”. Una vez surge allí; otra vez aparece allá, y mezclándose con
movimientos populistas, restos monárquicos, confesiones religiosas, siempre
impura, nunca perfecta, sigue avanzando. Y hasta ahora nada ni nadie la ha
podido parar.
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