El club de los incómodos
Pedro X. Valverde
Rivera. EL UNIVERSO
Es
evidente el malestar que ha causado el sistema interamericano de derechos
humanos a los gobiernos que se alejan de los estándares democráticos en la
región.
A
ningún “dueño de país” le agrada que una institución quiera llamarle la
atención por los excesos que comete dentro de su “corral”.
Y
es que hay que vivir la política para entender cómo el poder transforma a los
seres humanos y los lleva a los más altos niveles de soberbia e irracionalidad.
Hay
que ver a quienes antes eran humildes y sencillos empleados o medianos
empresarios, convertirse en semidioses, repletos de guardaespaldas, espías,
trolls, asistentes, secretarias y asesores de imagen, con un poco de poder en
sus manos.
Si
así se transforman quienes acarician un poco de poder político, sin haber
ganado una sola elección, pues, han llegado al puesto público que ocupan por un
simple dedazo del supremo líder, imagínese usted, amigo lector, la soberbia y
prepotencia de aquel que de la nada, gana elecciones y se convierte en el
principio y fin de una nación.
No
es la misma situación la de los verdaderos estadistas, o políticos de carrera,
formados en la ciencia política, que entienden que la función pública es un
apostolado de servicio y no de enriquecimiento ni perpetuación en el poder; de
aquellos que entienden que la legitimidad de un gobernante no está solo
sustentada en llegar al poder mediante elecciones democráticas, es decir, con
órgano electoral independiente, e igualdad de derechos para todos los
candidatos, sino en ejercer el poder respetando las instituciones democráticas,
la independencia de los poderes y los derechos humanos de los ciudadanos,
especialmente, de sus críticos y adversarios políticos.
Entonces,
es fácil entender por qué los detractores de la CIDH se han juntado para
presionar dizque reformas en el sistema, con la evidente finalidad de impedir
que esta importante guardiana de los derechos humanos en el continente, vuelva
a “meter sus narices” en sus reductos, en defensa de aquellos que no pueden
apelar a la débil, en unos casos, o inexistente, en otros, institucionalidad
democrática de sus estados.
Para
quienes controlan todos los poderes de una nación, es frustrante descubrir que,
a través de una institución como la CIDH, se les pueda escapar ese control
total.
Que
no basta con controlar la justicia y los organismos de control de un Estado;
que no basta con atemorizar a la prensa independiente. Que hay una institución
fuera de su control, que puede recibir las quejas de las víctimas del poder
total.
Obviamente
que este malestar hay que disfrazarlo de “reducto del imperio” de “defensora de
los grandes poderes mediáticos” y toda suerte de “adornos de izquierda” para
procurar justificar lo injustificable.
Que
la CIDH se reinventa o muere, dijo alguno de los miembros del club de los
incómodos.
A
lo mejor lo consiguen, pues, tienen de su lado a un aleccionado exdiscípulo del
dictador Allende. Pero si ello ocurre, solo será un paso más hacia el colapso
de estos sistemas totalitarios de los que tarde o temprano los pueblos de
América Latina se librarán, como siempre ha ocurrido en la historia de la
humanidad.
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