Otro ataque a la justicia
Carlos Alberto
Montaner. FIRMASPRESS
Hay
que explicar esta vergüenza. Uno de los principales objetivos de los países del
ALBA es dejar a los latinoamericanos sin protección internacional para poder
machacarlos impunemente. Acabamos de ver ese penoso espectáculo en la 42
reunión de la OEA celebrada en Cochabamba.
En
efecto: Rafael Correa, Hugo Chávez ─ representado por su canciller ─, Evo
Morales y Daniel Ortega, desean confiscar medios de comunicación, encarcelar
opositores pacíficos, acosar periodistas, perseguir jueces y parlamentarios,
robarse elecciones o apoderarse de bienes ajenos, sin que las víctimas tengan
la posibilidad de acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la
OEA. (Ni siquiera menciono a Raúl Castro porque el gobierno cubano fue
expulsado de ese organismo hace medio siglo).
Mientras
en el mundo civilizado las naciones van forjando un derecho internacional que
ampara a los individuos frente a las arbitrariedades y los atropellos de los
Estados, el llamado Socialismo del Siglo XXI marcha a contramano, ignorando
que, en el pasado, esa institución les sirvió a las víctimas de las dictaduras
militares de derecha para encontrar, al menos, cierta solidaridad moral.
En
1969, la mayor parte de los países pertenecientes a la OEA firmaron en Costa
Rica un documento conocido como la Convención Interamericana de Derechos
Humanos. Ese acuerdo definía y establecía los Derechos que debían protegerse, y
creaba dos instituciones autónomas para ese fin: la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, con sede en Washington, cuya función era promover el respeto
al espíritu del tratado y denunciar públicamente las violaciones, y la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, situada en San José, dedicada a juzgar los
pleitos que conseguían llegar a ese tribunal. De acuerdo con la Convención, las
naciones signatarias se obligaban a acatar de inmediato las sentencias de la
Corte.
De
los 34 países que integran la OEA, 25 de ellos, voluntariamente, suscribieron
la Convención. Nueve se abstuvieron de hacerlo ─ entre ellos Estados Unidos y
Canadá ─, mientras uno, Trinidad y Tobago, tras firmar, tiempo después decidió
renunciar a formar parte del grupo, pero aceptando las reglas y los plazos que
exige el pacto para tramitar la desafiliación. Todos los países
iberoamericanos, menos Cuba, son signatarios, incluidos los miembros del ALBA
que ahora pretenden denunciarlo.
Naturalmente,
los gobiernos del ALBA, como en su momento hizo Trinidad y Tobago, pueden
legalmente abandonar la Convención, pero eso no los libera de los pleitos o las
denuncias interpuestos mientras formaban parte del tratado. Lo que quiere decir
que abusos como el cierre de Radio Caracas Televisión, el acoso judicial al
periodista ecuatoriano Emilio Palacio y al diario El Universo de Guayaquil, o
el robo de las elecciones municipales en Nicaragua en 2008 no caducan por el
simple hecho de que esos gobiernos denuncien ahora los acuerdos.
De
ahí la intención de Correa, Chávez, Morales y Ortega de tratar de destruir esas
instituciones de derecho, quizás las que mejor funcionan dentro de la OEA, para
no hacerles frente a las obligaciones internacionales contraídas por sus
países.
Siempre
es útil recordar que lo primero que legitima a un gobierno ante los ojos de los
ciudadanos, no son las elecciones, sino la justicia y el imperio de la ley. En
la Edad Media, la legitimidad de los reyes dependía de la “jurisdicción”, o
sea, del ámbito en que “decían la ley” y de la manera como administraban la
justicia. Los reyes castellanos podían no tener sede, pero llevaban los códigos
legales en las carretas. Eso los legitimaba. Por eso y para eso reinaban.
Sería
una lástima si estos gobernantes autoritarios lograran sus propósitos. Si de
algo carecen los latinoamericanos, en general, es de justicia. Son contados los
países en los que los individuos pueden tener un juicio justo. En muchas
naciones, los jueces tienen precio y los poderosos ganan siempre. Los
presidentes dictan las sentencias. La ley no existe. En ese sentido, la Corte
Interamericana, con todas sus imperfecciones, era siempre una esperanza. Sería una
vergüenza que desapareciera.
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