La mayor mentira de la revolución
cubana
Tania Díaz Castro.
CUBA ACTUALIDAD (PD)
Miguel Angel Quevedo |
Miguel
Ángel Quevedo, antes de suicidarse en Venezuela el 12 de agosto de 1969, escribió
una carta donde dijo que la cifra de veinte mil mártires de la Revolución
Cubana había sido un invento de la Revista Bohemia, donde él era el
director-propietario.
Durante
más de medio siglo esta cifra se ha repetido tanto, que incluso son muchos los que
se la creen, como por ejemplo el ministro de Relaciones Exteriores, señor Bruno
Rodríguez, quien la mencionó en el extranjero hace algunos meses.
Los
periodistas que trabajamos durante las primeras décadas de la Revolución en el
poder, esperábamos ansiosos porque alguna editorial estatal publicara un libro
con la lista de los veinte mil muertos y así consultar nombres, datos
personales, lugar donde murieron y a manos de qué esbirro de Batista habían
sido torturados algunos de ellos en
aquellos siete años de dictadura.
Fidel
Castro jamás ha ordenado que un grupo investigador reúna los veinte mil nombres
de los llamados mártires. Mucho menos ha desmentido públicamente a Miguel Ángel
Quevedo, cuando éste confesó que Bohemia había inventado los veinte mil muertos,
por iniciativa del "dipsómano Enriquito de la Osa".
Trabajé
como reportera entre 1967 y 1971 en la Revista Bohemia, con Enriquito de la Osa
como director. En efecto, recuerdo su personalidad realmente diabólica. Jamás
lo escuché desmentir a Quevedo cuando a hurtadillas se comentó la existencia de
la carta, enviada por Quevedo por esa fecha al exilio de Miami.
Tengo
en mi poder un archivo creado durante
más de diez años de recortes de periódicos, todos propiedad de Fidel
Castro, con la relación de los llamados mártires, caídos en enfrentamientos con
la policía de Batista o muertos con la explosión de sus propias bombas, como
son los casos de Enrique Hart, Urselia Díaz Báez, Agustín Gómez Lubián, Julio
Pino Machado, Carlos García, Juan Morales y muchísimos otros. No llegan a
doscientos terroristas los miembros del Movimiento 26 de Julio -fundado y
dirigido por Fidel Castro- y del Directorio Revolucionario, muertos por sus
actividades clandestinas.
Si
mártir es aquel que muere sufriendo martirio, no el que con un arma de fuego
lucha contra un enemigo, no estamos ante mártires, sino caídos en combate. Es
cierto que el enemigo torturó a los que
capturaba, pero ¿cuándo se ha visto que en una guerra, una de las partes
responda con flores ante bombas, emboscadas, atentados de francotiradores, o
cuando se baten a tiro limpio?
Carta de Miguel Angel
Quevedo
“Sr. Ernesto Montaner
Miami, Florida
12 de agosto de 1969
Querido Ernesto:
Cuando recibas esta carta ya te habrás
enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado — ¡al
fin! — sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín
Alles el 21 de enero de 1965.
Sé que después de muerto llevarán
sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el
único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad;
lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en
mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los
periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra
todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo
infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de
la plebe. vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien
fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de
Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los
elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue
culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El
pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque
Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente
hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del
estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y
todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos
culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de
Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro
y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía
para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba
en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó la
Ley de Amnistía. Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de
elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del
Congreso de la República.
Bohemia no era más que un eco de la calle.
Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó
«los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la
Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se
hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que
llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de
traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del
contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra. Fueron
culpables los curas de sotanas rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra
a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba
a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al
Gobierno a entregar el poder.
Fue culpable Estados Unidos de
América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su
lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department,
que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para
adueñarse de Cuba.
Fueron culpables el Gobierno y su
oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo
decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión
para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos
abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y
los periódicos que como Bohemia, le hicieron el juego a los abstencionistas,
negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por
acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados
y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la
lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran
los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito.
Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé
generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles. Como Rómulo
Betancourt, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa «Izquierda Democrática»
que tan poco tiene de «democrática» y tanto de «izquierda». Todos
deshumanizados y fríos me abandonaron en la caída. Cuando se convencieron de
que yo era anticomunista, me demostraron que ellos eran antiquevedistas. Son
los presuntos fundadores del Tercer Mundo. El mundo de Mao Tse Tung.
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue
a la meditación. Para que los que pueden aprendan la lección. Y los periódicos
y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y
desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de
la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los
millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para
que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones
tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la
integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el
pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que
no podían ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y
todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras
virtudes. Nos olvidamos de Nuñez de Arce cuando dijo:
Cuando un pueblo olvida sus virtudes,
lleva en sus propios vicios su tirano.
Adiós. Éste es mi último adiós. Y dile
a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho,
para que me perdonen todo el mal que he hecho.
Miguel Ángel Quevedo”
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