El pasado no tiene futuro
Daniel Shoer Roth.
EL NUEVO HERALD
Apenas
sonó la campana para salir al recreo, mi corazón comenzó a palpitar. Sabía lo
que venía: mi calvario.
Un
grupo de compañeros de clase que acostumbraba a intimidarme a diario me
acorraló en el aula. Se burlaban de mi forma de ser, de mi amaneramiento. Me
insultaban. No comprendía por qué me denigraban incansablemente. Desconocía mi
orientación sexual. Tenía solo 14 años.
Nunca
he podido olvidar ese violento episodio, entre tantos otros, porque aquella vez
uno de mis habituales hostigadores expresó un dictamen: “Shoer, nunca vas a
llegar a ser alguien en la vida. Con suerte, serás peluquero”.
Hace
tres años, compartí mis experiencias como sobreviviente de acoso escolar en el
Show de Cristina, entonces transmitido por Univisión a millones de televidentes
en Estados Unidos y Latinoamérica. Pronto caería sobre mí una cascada de
e-mails de jóvenes y adultos gay en diferentes países agradecidos por
proporcionarles una voz. Cada vez que se retransmitió el programa, otros me
escribieron.
Al
salir de los estudios en Doral, sentí que se habían roto las cadenas que
estaban atando a mi corazón. Fue el primer momento de redención personal a
nivel público.
El
segundo sucedió en agosto del 2010, en ocasión del reencuentro de ex alumnos
por el vigésimo aniversario de mi clase de secundaria. Entonces escribí una
columna narrando el dolor de la niñez, que se había mantenido latente todos
estos años pese a mis esfuerzos por amainarlo.
Aunque
recibí un aluvión de mensajes anónimos de odio – más que por cualquier otra
columna en mi carrera –, varias personas que sufrieron intimidación (bullying)
en esa misma escuela en diferentes épocas, no solamente por ser gay, sino por
otras causas, me escribieron para relatarme que sufrieron lo mismo. También se
sentían redimidas con el artículo.
La
verdad es que hubiera preferido vivir una temprana adolescencia menos
traumática, aunque hubo múltiples momentos de júbilo y amigos solidarios. Pero
hoy, a los 38 años, tras encarar el trauma, intuyo que el acoso escolar ha sido
parte de un plan divino para poder identificarme con más facilidad con toda
persona que está sufriendo.
Como
resultado, me he comprometido a fraguar una batalla en favor de los oprimidos,
las poblaciones cuyas voces no suelen ser escuchadas: los pobres, mujeres y
niños abusados, ancianos, inmigrantes, desamparados, minorías que sufren
discriminación, enfermos mentales, empleados explotados, portadores de VIH y,
lógicamente, víctimas de acoso escolar.
En
cada instancia, además de defender a aquellos menos afortunados, siento que
estoy defendiendo al Daniel que en sus años escolares estaba desprovisto de una
voz para hacer frente a los opresores. Vivía atemorizado y, como cualquier
víctima de abuso infantil, sufrí en silencio. Ni la administración de la
escuela ni la asociación de padres y maestros me rescataron ─ la homosexualidad
era un tabú en Venezuela en los años 80 ─ y, por inacción, fueron los
facilitadores del hostigamiento.
Muchos
consideran que soy valiente por escribir abiertamente sobre mi orientación
sexual, vulnerabilidades y las dificultades de mi niñez/adolescencia. Lo hago
por convicción.
Soy
fiel creyente en la educación como puente de comprensión entre personas que se
desconocen y están divididas por el miedo. La experiencia me ha enseñado que
hasta los heterosexuales más conservadores sienten empatía y son solidarios
conmigo. Obvio que siempre hay personas que para refutar mi ideología, en vez
de emplear argumentos racionales, atacan mi esencia.
Particularmente
en la comunidad hispana, a menudo plagada por el machismo, ha habido un vacío
de modelos de identificación para los jóvenes de minorías sexuales.
Creo
que si transformo la adversidad de haber sido rechazado, humillado y
atormentado en una fuerza interior para ayudar al prójimo, logro conciliarme
con mi pasado sin enterrarlo y, al hacerlo, ser útil a la sociedad, en especial
a la comunidad local.
Es
el secreto que explica cómo ha cicatrizado mi herida del acoso escolar, aunque
a veces se abre de nuevo y se manifiesta con inseguridades, aislamiento y temor
al rechazo. Cada vez que pongo un pie en una secundaria, mi corazón late de
nuevo. Por un instante, me conecto con el pequeño Daniel que padeció daño por
culpa ajena. Pero al salir, ya no lo llevo sobre los hombros.
Aunque
he atravesado por momentos de inestabilidad como adulto, me arriesgaría a
considerar que mi vida ha sido un éxito. No me refiero al aspecto profesional,
sino al campo de las emociones, los valores y el espíritu.
Si
aquel día que estaba cercado por los acosadores en el aula hubiera sabido que
Dios tenía un tesoro reservado para mí, en vez de temerles, les habría dado las
gracias por motivarme a llegar “a ser alguien en la vida”.
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