Sunday, June 10, 2012


El pasado no tiene futuro

Daniel Shoer Roth. EL NUEVO HERALD

Apenas sonó la campana para salir al recreo, mi corazón comenzó a palpitar. Sabía lo que venía: mi calvario.

Un grupo de compañeros de clase que acostumbraba a intimidarme a diario me acorraló en el aula. Se burlaban de mi forma de ser, de mi amaneramiento. Me insultaban. No comprendía por qué me denigraban incansablemente. Desconocía mi orientación sexual. Tenía solo 14 años.

Nunca he podido olvidar ese violento episodio, entre tantos otros, porque aquella vez uno de mis habituales hostigadores expresó un dictamen: “Shoer, nunca vas a llegar a ser alguien en la vida. Con suerte, serás peluquero”.

Hace tres años, compartí mis experiencias como sobreviviente de acoso escolar en el Show de Cristina, entonces transmitido por Univisión a millones de televidentes en Estados Unidos y Latinoamérica. Pronto caería sobre mí una cascada de e-mails de jóvenes y adultos gay en diferentes países agradecidos por proporcionarles una voz. Cada vez que se retransmitió el programa, otros me escribieron.

Al salir de los estudios en Doral, sentí que se habían roto las cadenas que estaban atando a mi corazón. Fue el primer momento de redención personal a nivel público.

El segundo sucedió en agosto del 2010, en ocasión del reencuentro de ex alumnos por el vigésimo aniversario de mi clase de secundaria. Entonces escribí una columna narrando el dolor de la niñez, que se había mantenido latente todos estos años pese a mis esfuerzos por amainarlo.

Aunque recibí un aluvión de mensajes anónimos de odio – más que por cualquier otra columna en mi carrera –, varias personas que sufrieron intimidación (bullying) en esa misma escuela en diferentes épocas, no solamente por ser gay, sino por otras causas, me escribieron para relatarme que sufrieron lo mismo. También se sentían redimidas con el artículo.

La verdad es que hubiera preferido vivir una temprana adolescencia menos traumática, aunque hubo múltiples momentos de júbilo y amigos solidarios. Pero hoy, a los 38 años, tras encarar el trauma, intuyo que el acoso escolar ha sido parte de un plan divino para poder identificarme con más facilidad con toda persona que está sufriendo.

Como resultado, me he comprometido a fraguar una batalla en favor de los oprimidos, las poblaciones cuyas voces no suelen ser escuchadas: los pobres, mujeres y niños abusados, ancianos, inmigrantes, desamparados, minorías que sufren discriminación, enfermos mentales, empleados explotados, portadores de VIH y, lógicamente, víctimas de acoso escolar.

En cada instancia, además de defender a aquellos menos afortunados, siento que estoy defendiendo al Daniel que en sus años escolares estaba desprovisto de una voz para hacer frente a los opresores. Vivía atemorizado y, como cualquier víctima de abuso infantil, sufrí en silencio. Ni la administración de la escuela ni la asociación de padres y maestros me rescataron ─ la homosexualidad era un tabú en Venezuela en los años 80 ─ y, por inacción, fueron los facilitadores del hostigamiento.

Muchos consideran que soy valiente por escribir abiertamente sobre mi orientación sexual, vulnerabilidades y las dificultades de mi niñez/adolescencia. Lo hago por convicción.

Soy fiel creyente en la educación como puente de comprensión entre personas que se desconocen y están divididas por el miedo. La experiencia me ha enseñado que hasta los heterosexuales más conservadores sienten empatía y son solidarios conmigo. Obvio que siempre hay personas que para refutar mi ideología, en vez de emplear argumentos racionales, atacan mi esencia.

Particularmente en la comunidad hispana, a menudo plagada por el machismo, ha habido un vacío de modelos de identificación para los jóvenes de minorías sexuales.

Creo que si transformo la adversidad de haber sido rechazado, humillado y atormentado en una fuerza interior para ayudar al prójimo, logro conciliarme con mi pasado sin enterrarlo y, al hacerlo, ser útil a la sociedad, en especial a la comunidad local.

Es el secreto que explica cómo ha cicatrizado mi herida del acoso escolar, aunque a veces se abre de nuevo y se manifiesta con inseguridades, aislamiento y temor al rechazo. Cada vez que pongo un pie en una secundaria, mi corazón late de nuevo. Por un instante, me conecto con el pequeño Daniel que padeció daño por culpa ajena. Pero al salir, ya no lo llevo sobre los hombros.

Aunque he atravesado por momentos de inestabilidad como adulto, me arriesgaría a considerar que mi vida ha sido un éxito. No me refiero al aspecto profesional, sino al campo de las emociones, los valores y el espíritu.

Si aquel día que estaba cercado por los acosadores en el aula hubiera sabido que Dios tenía un tesoro reservado para mí, en vez de temerles, les habría dado las gracias por motivarme a llegar “a ser alguien en la vida”.

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