Un lugar para no morir
Rafael Ferro.
CUBANET
PINAR
DEL RÍO, Cuba. Un viejo amigo visitó el cementerio hace unos días. Estuvo en la
tumba de su madre y después pasó por la de un conocido nuestro: “Es la bóveda más solitaria en el cementerio,
si es que se le puede llamar bóveda a lo que vi ─ me dijo ─, tuve la impresión de que en un millón de
años nadie ha pasado por aquel lugar donde está enterrado El Alcalde”.
El
Alcalde se llamaba Jesús Machado Castro. Había nacido en un barrio marginal, al
oeste de la ciudad y era el mayor de trece hermanos. Era un negro alto y
delgado. Llegó a nuestro grupo una aburrida tarde en que estábamos sentados a
la sombra de los árboles del parquet, contándonos historias y bebiendo un
aguardiente casero que ya teníamos etiquetado como el peor del mundo.
Se
iniciaban los años noventa y el mundo abría los ojos para darse cuenta de que
el socialismo real era lo que sigue siendo: una gran estafa que por décadas
mantuvo a la gente reprimida, soñando y muriendo, para beneficio de una muy
minoritaria élite.
Entrada
la noche, El Alcalde y yo éramos los únicos que quedábamos del grupo, luego de
una tarde de cuentos, nicotina y alcohol. Finalmente nos encontramos varados en
los mares del mutismo sin otro tema de que hablar. El silencio es una pesada
carga entre dos bebedores y él, quizás por evadirlo, empezó a contarme la
historia de su vida, por retazos.
“En el año l980, yo estaba preso, y cuando
empezaron las salidas por el Mariel, llegó a mi celda el instructor y me
preguntó si quería irme para Estados Unidos”.
Siguió
relatándome que llegó a la Florida y allí no tenía familia ni amigos que lo
recibieran. Desembarcó en un país desconocido sin otra compañía que la de sus
recuerdos de prisiones y pleitos, que habían comenzado en los umbrales mismos
de la infancia.
“Allá también terminé preso. Después de un
tiempo, el gobierno de Cuba hizo arreglos con el americano y, a cambio de
dinero, las autoridades de aquí aceptaron recibirnos a los que no éramos
bienvenidos allá: nos llamaron “los excluibles”.
Me
consta este episodio. En un documental de la periodista Estela Bravo sobre los
llamados excluibles, vi a El Alcalde bajar del avión que lo trajo de vuelta a
Cuba, encadenado.
“Fue el día más triste y feo de mi vida ─
me contaría luego ─, y te puedo asegurar
que si una cosa he tenido de sobras han sido días feos y tristes. Hubiera
preferido morirme cien veces en una prisión de Estados Unidos, antes que vivir
en este infierno que tenemos aquí”.
Después
de su regreso a la Isla, El Alcalde sobrevivió durmiendo en los parques de la
ciudad. Cuando el hambre le apretaba, se involucraba en algún pleito planeado
contra enemigos que se inventaba, con el único propósito de que lo metieran
preso nuevamente para tener alojamiento y algo de comida.
“Así voy escapando. Nunca tuve aspiraciones
para el futuro. Aquí nadie tiene porvenir, mucho menos un tipo como yo. Lo
único que le pido a la muerte es que no me llegue en este país de mierda”.
Una
tarde de diciembre, en uno de los bancos del parque de nuestros encuentros
habituales, encontraron El Alcalde muerto por una sobredosis de alcohol y
hambre. Tenía cuarenta años.
Cuando
llegamos al lugar ya se llevaban el cuerpo. Nos pareció mentira ver a El
Alcalde tan dócil, manejable, subordinado a los caprichos de policías y
paramédicos.
En
una tumba del cementerio de la ciudad, la más solitaria de todas, yace Jesús
Machado Castro, El Alcalde, un pobre diablo al que la muerte le negó el único
reclamo que hizo en toda su vida: no morir en un lugar como este.
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