René Gómez Manzano
LA HABANA, Cuba, enero, www.cubanet.org -Desde sus mismos comienzos, la Revolución cubana, imitando en esto —como en tantas otras cosas— a su paradigma soviético y de otros países marxistas-leninistas, se hizo el propósito de crear un Hombre Nuevo que estuviese a la altura de ella misma.
Supuestamente, ese ser mítico habría de ser un hombre (o una mujer, claro) solidario, sincero, recto, virtuoso, decente, desprendido, veraz, moral, combativo, patriota, valiente… (Para no hacer interminable la lista, sugiero que el mismo lector siga agregando adjetivos laudatorios.)
También, al gusto del desenfrenado machismo imperante, debía ser varonil, que esas delicadezas de la mayoría de la población —las mujeres y cierto grupito de individuos que los jefes consideraban abominables— no compaginaban con esos seres humanos que debían constituir ejemplo para todos.
¿El requisito esencial, la condición sine qua non del nuevo espécimen?: Su apoyo incondicional al sistema. Esto debía reflejarse no sólo en la fe profesada, sino también en las obras: su “integración”, plasmada en la pertenencia a las organizaciones creadas por el régimen, la actividad militar, la presencia combativa en los actos y la participación en las distintas “tareas de la Revolución”.
El plan no tuvo éxito. Un nuevo tipo humano la “Revolución” sí logró crearlo, pero resultó ser uno bien distinto del planificado. Para empezar, si ese ser diferente renegaba en su fuero interno del sistema o simplemente discrepaba de algunas de sus medidas, tenía que ocultarlo cuidadosamente y mostrarse conforme y hasta entusiasta con “el Proceso”.
Así comenzó la doble moral y la insinceridad, que se extendieron a todos los que permanecieron en Cuba, pues el nuevo régimen —a diferencia del antiguo— no admitía la neutralidad. Si en tiempos de Batista era fácil eludir las provocaciones de los chivatos con la frase mágica “Yo no me meto en política”, en la era castrista esto era impensable. Había que aplaudir.
Fue de ese modo que el poderoso instinto de conservación aconsejó a toda la población residente en el Archipiélago, y ahí quedó el sueño de hacer a todos los ciudadanos virtuosos, sinceros, morales, veraces y valientes.
En cuanto al adjetivo “solidario”, hay que reconocer que es una bonita palabra, pero a ese nuevo hombre se le enseñó que quien se atreviera a discrepar no era merecedor de su solidaridad. Por el contrario, tales sujetos se convertían ipso facto en excelentes candidatos a ser arrastrados, apedreados o pateados por los “revolucionarios enardecidos”.
Por otro lado, se crearon condiciones económicas que determinan que el salario no alcance para vivir, cosa que ha reconocido hasta el actual presidente Raúl Castro. Por ende, se obligó al “hombre nuevo” a recurrir al delito para sobrevivir. Eso sí, para tales actos ya no se utilizan los verbos robar o hurtar, sino el eufemismo “resolver”.
Al igual que el juez de aquella vieja comedia fílmica italiana que pensaba que, si existía el servicio militar obligatorio, también debía haber cárcel obligatoria, parece ser que los arquitectos castristas del “hombre nuevo” confían en las virtudes pedagógicas de las prisiones, y tanto, que en lugar de las catorce que había en 1959 han instalado varios centenares.
Las organizaciones independientes (únicas que dan esas cifras) calculan que, “gracias a la Revolución”, el número de cautivos ha aumentado de tres mil a unos ochenta mil; también consideran que más del diez por ciento de la población adulta del país ha pasado por los centros penitenciarios.
Como es natural, esto ha determinado que el lenguaje y los usos carcelarios, reservados antes a una exigua minoría, se hayan extendido entre la generalidad de la población. Fue así que el “hombre nuevo” perdió la cualidad de ser decente.
El adjetivo “desprendido” tampoco puede aplicarse ya al novedoso tipo humano, pues las precarias condiciones económicas creadas por el sistema determinan que, salvo los pocos privilegiados que pertenecen a la nomenclatura, los demás no tengan nada de lo cual desprenderse.
En cuanto a lo patriota, el cubano ama a su país, pero prefiere —sobre todo si es joven— marcharse a cualquier sitio que le otorgue una visa y donde pueda vivir como un hombre o una mujer, sin necesidad de ser “nuevo”.
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