Tuesday, January 24, 2012

Wilman Villar o la desesperación

Alejandro Armengol

La muerte de Wilman Villar Mendoza fue un gesto de desesperación. El acto nos enfrenta con el aspecto más siniestro del régimen cubano, su deprecio total y absoluto por la vida de los ciudadanos, pero también a una pregunta triste: ¿hasta cuándo serán necesarias estas tragedias antes que la población de la Isla haga valer públicamente su desacuerdo con la situación imperante, más allá de actos aislados que, para bien y para mal se están haciendo cada vez más frecuentes?
Cierto que a esa “dictadura imperfecta” que es el gobierno de los hermanos Castro se le hace cada vez más difícil lavar su cara más sucia y repulsiva. Con el fallecimiento del opositor encarcelado, amnistías, perdones, acuerdos intergubernamentales y con la Iglesia Católica, pasan a ser gestos a medias, capítulos de un instante en que se intentó jugar con las apariencias y darle acomodo al incauto.
Ante la más leve amenaza de lo que se conoce como “perder la calle”, el régimen cierra filas y el terror es el único instrumento en que confía. No hay escrúpulo alguno a la hora de encerrar, por varios días o por varios años, a todo aquel que levante una voz en contra.
Solo que ahora las voces independientes se alzan en cualquier lugar de la isla. Si durante el pasado año las caminatas de las Damas de Blanco en La Habana marcaron con fuerza los reclamos a favor de la democracia y los derechos humanos, en los últimos meses esos reclamos de libertad, así como una represión sin límite a los mismos, se han escuchado principalmente en la zona oriental del país. Con la muerte de Wilman Villar Mendoza, el proceso iniciado por Fidel Castro, precisamente en esa zona, se retuerce en sus orígenes, para caer en una paradoja lúgubre: a salvo de muchas cámaras y escudada en la apatía de más de un corresponsal extranjero, este asesinato –no hay palabra más tenue para clasificar esta muerte que debió haberse evitado y esa condena brutal ante una simple protesta pacífica – se sitúa como noticia en Santiago de Cuba, la misma ciudad que más de cincuenta y tantos años atrás vio las luchas que culminaron un día en que el ciudadano se creyó dueño de su destino, para verse víctima y victimario de un sistema que sólo ofrece la satisfacción emocional que se deriva del embrutecimiento, la envidia, el odio y el delito compartido.
Por supuesto que se repetirán ahora los conocidos expedientes inventados, con argumentos de violencia y desacato público, para tratar de manchar el historial del opositor, las divisiones familiares y las opiniones encontradas. Las declaraciones médicas elaboradas desde el temor para justificar que se hizo todo lo posible para salvarle la vida. En fin de cuentas, la vuelta una y otra vez a la puesta en marcha del principio de aniquilación del individuo por el Estado. La formulación de lo que se conoce como el “principio de la orquesta”, que tan bien elaboró Joseph Goebbels, cuando señaló: “No esperamos que todo el mundo toque el mismo instrumento, solo esperamos que todos se comporten o actúen de acuerdo al plan”.
Lo que no se justifica en ningún caso es la violencia con la que el régimen ha arremetido contra unos ciudadanos deseosos de cambiar de forma pacífica el destino del país, en condiciones sumamente difíciles, bajo una intimidación constante y una carencia casi absoluta de recursos.
Para acallar cualquier intento de protesta, el régimen cuenta primero con turbas controladas y dispuestas desde el insulto hasta la agresión, y más de éstas, con tropas adiestradas y equipos de lucha contra disturbios listos para poner fin a cualquier manifestación popular. A ello se une la existencia de una fuerza paramilitar – no los simples palpitantes en actos de repudio sino personal adiestrado en golpear y amedrentar – que ha demostrado su rapidez y capacidad represora en otras ocasiones, y que de inmediato entraría en combate ante una amenaza seria de insurrección callejera.
Pero otro importante factor que demora o impide un movimiento espontáneo de protesta masiva es la apatía y desmoralización de la población. La inercia y la falta de esperanza de los habitantes del país. Su falta de fe en ser ellos quienes produzcan un cambio. El gobierno de los hermanos Castro ha matado – o al menos adormecido – el afán de protagonismo político, tan propio del cubano, en la mayor parte de los residentes de la isla.
Esa inercia – que hasta cierto punto encuentra en el terror su justificación mayor – se complementa con una diplomacia latinoamericana que practica la mirada hacia otra parte en todo momento. No se trata de propugnar un bloqueo/embargo de consecuencias nulas, sino de repudiar el gesto de complacencia, el trato de igual a igual y la sonrisa hipócrita que ante La Habana manifiestan muchos gobiernos de naciones democráticas.
Es la hora de la solidaridad internacional con la disidencia, de aislar políticamente al gobierno cubano en cualquier foro internacional. Los mandatarios de naciones democráticas como Brasil tienen que evitar los viajes a la isla. El Vaticano debe sopesar su compromiso con los derechos humanos, y con los desafortunados de todo el mundo, y sus deberes como Estado. La propagación de la fe debe comenzar por la solidaridad con las víctimas. La presencia del papa Benedicto XVI en la Isla en marzo no será más que una carta abierta a la impunidad del régimen. La situación cubana ha llegado al gesto de desesperación. No apoyar ese gesto hoy día es una forma de complicidad.

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