Edmundo Orellana. LA TRIBUNA
El proyecto municipal de “Barrios Seguros”[1] de la capital de la República es la confirmación del fracaso del gobierno nacional y municipal en materia de seguridad.
La protección de la vida, de la integridad física y de los bienes de las personas corre a cargo del Estado y de las municipalidades. Sin embargo, en la capital de la República está a cargo de los ciudadanos mismos, porque el sector público es incapaz de proveer seguridad pública.
Ante la insoportable ola de atentados contra la vida, la integridad física y la propiedad, los vecinos, desesperados, acuden a este modelo de convivencia ideado por la comuna capitalina. Con ello, indiscutiblemente se viola la ley, pero las razones que imponen este comportamiento son superiores a las que justifican la misma ley que violan.
La solidaridad entre los vecinos del barrio era una regla hasta la década de los setenta del siglo pasado. Con la emigración de los vecinos hacia las nuevas urbanizaciones que se fueron instalando en la periferia de la ciudad, se fue perdiendo poco a poco aquello que era el encanto de los barrios tradicionales, la solidaridad entre los vecinos. El barrio era como una gran familia, como la tribu en el pasado.
Hoy, en las colonias de clase media los vecinos no se conocen entre sí. En la mayoría de los casos, no conocen ni a la familia de al lado. Proyectos comunitarios son menos comunes que en el pasado. Por eso muchas áreas destinadas al aprovechamiento común, como las áreas verdes, son abandonadas por los vecinos y, a la vista y paciencia de estos, vendidas por la municipalidad.
La violencia y el crimen han hecho renacer la solidaridad entre los vecinos, aunque solo sea para enjaularse. Pero esto tiene sus consecuencias y no de poca monta.
El vecino debe disponer de sus propios recursos para adquirir dispositivos de seguridad, sacrificando la satisfacción de otras necesidades básicas.
Las calles ya no son públicas, ahora son posesión de los vecinos de la colonia. Transitan por ellas solamente los vecinos de la misma. A los extraños se les prohíbe el paso, provocando grandes congestionamientos en el tráfico, innecesario consumo de combustible y la irritación de los conductores.
Toda persona que no es vecina del barrio se torna sospechosa y se mantiene fuera del perímetro de este. Los espacios cerrados desplazaron los espacios abiertos. Los centros de entretenimiento, ya no son los parques públicos, sino los grandes centros comerciales, en donde alternan libremente los vecinos de los barrios de clase media con los de barrios marginados.
El miedo se ha apoderado de la ciudadanía y justifica todos estos comportamientos. Pero a la larga pagaremos un precio muy alto. Porque nos tornaremos menos comunicativos y más intolerantes. Estamos privatizando la seguridad, porque quien nos la brinda es la empresa de seguridad que contratamos. Y finalmente, dejaremos intactos las verdaderas causas del problema de la violencia y del crimen: la pobreza extrema y el desempleo.
Enjaular a los vecinos del barrio no es la solución al problema de seguridad. No son los vecinos los que deben estar tras las rejas, sino los delincuentes. Y esta es responsabilidad de la autoridad.
Convertir en política pública que sean los ciudadanos los que solucionen sus problemas, es contrario a la razón misma de la existencia del Estado y de la Municipalidad. La seguridad es responsabilidad del poder público, no de los ciudadanos. Aceptar lo contrario es propiciar la privatización de la seguridad ciudadana.
La calidad de ciudadano no se mide por la capacidad de sustituir al gobierno en el cumplimiento de sus deberes, sino por la capacidad de lograr que los cumpla.
[1] El programa “barrio seguro” consiste en instalar casetas de vigilancia, portones, cercos y hasta el cierre de calles al tráfico vehicular a solicitud de los vecinos de la zona como una medida para frenar hechos delictivos en la capital
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