Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD
Si la campaña electoral de este año va a girar alrededor de la economía, como hasta el momento todo parece indicar, los aspirantes a la candidatura republicana – y en especial Mitt Romney – nos están brindado solo la mitad de la película.
Romney se nos vende como el gran empresario, conocedor de los secretos para guiar de manera eficiente la economía y de esa forma crear empleos. Pero ese papel de salvador no se aplica a un verdadero conservador, que prefiere que la economía se guíe de acuerdo a sus propias reglas, sin la intervención de un Estado o un presidente todopoderoso de arreglador de entuertos.
Además, hay un factor que escapa a este esquema, y es que una nación no es una empresa. En una empresa es lógico que se escoja a las personas más capacitadas para llevar a cabo una labor, pero en un país esa selección natural – que en última instancia llevaría a la eutanasia – se convierte en injusticia social. De hecho, Romney tiene sobrada experiencia en la destrucción de empresas y en generar desempleo. Es un típico representante de la clase inversionista con peor imagen en el público norteamericano. ¿Alguien recuerda la película Pretty Woman? Pues bien, Romney es uno de esos capitalistas despiadados al estilo del protagonista de la cinta, solo que sin los encantos que para uno y otro sexo pudiera tener Richard Gere, y sin una Julia Roberts detrás para humanizarlo.
Por otra parte, los negocios no imprimen dinero – al menos no en estos tiempos, al menos no entre las naciones civilizadas – y los países sí. La política monetaria influye en el desarrollo económico de un país, y Obama ha mantenido al frente de la Reserva Federal a la misma persona que nombró el expresidente George W. Bush. Este hecho –que de por sí anula toda la bobería que se escucha en la radio de Miami sobre las intenciones “socialistas” del actual mandatario – resulta de fundamental importancia a la hora de analizar los logros y fallos de la administración Obama en el plano económico.
En buena medida, en materia económica este país sigue aún bajo el influjo de la teoría monetarista creada por Milton Friedman, y que se refleja en A Monetary History of the United States, 1867-1960, de Friedman y Anna Schwartz, editado en 1963.
Friedman fue el líder de la Escuela de Economía de Chicago, asesor de Ronald Reagan y la figura que buscó una reformulación tan radical de las teorías de John Maynard Keynes que terminó por rechazar las políticas keynesianas aplicadas por diversas administraciones norteamericanas. Si bien Keynes no era socialista, sino todo lo contrario, el que propugnara un papel más activo del Estado en la economía siempre ha encontrado el rechazo conservador.
Vale entonces preguntarse: si el gobierno de Obama es socialista, ¿qué hace en el mismo una figura que representa a Wall Street de forma tan clara, como es Ben Bernanke? Fue Bernanke quien reconoció la labor de Friedman y Schwartz en la creación del monetarismo, y si se ha apartado en parte de ellos – con el objetivo de formular su propia teoría – ha sido en el sentido de concentrarse menos en el papel de la Reserva Federal y más en la función de los bancos privados y las instituciones financieras. No es fácil encontrar alguna semejanza entre esta política financiera y el socialismo.
Sin embargo, el papel de la Reserva Federal no es el único factor que interviene en la economía norteamericana. Es cierto que Obama, desde el inicio de su gobierno, adoptó un modelo que hasta cierto punto puede ser considerado keynesiano. Mejor es en este caso hablar de un keynesianismo a medias – y aquí se tornan ideológicas las interpretaciones de lo ocurrido: mientras que para unos el fracaso del plan de estímulos, que no logró producir el prometido auge de empleos, es una verificación de que el aumento del gasto del gobierno no conlleva la creación de puestos de trabajos, para otros el plan tenía demasiado corto alcance, dada la profundidad de la crisis, y se limitaba en más de un tercio de su contenido en una relativamente inefectiva reducción fiscal.
Este fracaso del gobierno de Obama fue esgrimido con fuerza por los republicanos, hasta que la economía comenzó a recuperarse. A partir de ese momento, la reducción del déficit se ha convertido en el nuevo caballo de batalla. Y aquí también tenemos en acción a Romney, un político embustero y oportunista que ni es conservador ni liberal sino todo lo contrario.
En uno de esos tantos discursos de campaña, Romney acusó a Obama de querer convertir Estados Unidos en una nueva Europa. No se refería, por cierto, a crear más museos ni a financiar la cultura ni a lograr que las entradas a los conciertos fueran más baratas. Hablaba de economía. Pero resulta que, desde el punto de vista republicano, la verdadera crítica debería enunciarse en un sentido contrario. Esto es, acusar a Obama de no ser lo suficiente europeo. Son las medidas de austeridad y el estricto control sobre el déficit lo que en estos momentos caracterizan el debate europeo. Lo demás es pura demagogia, como ocurrió cuando el gobierno de George W. Bush y el rechazo a las french fries, las papas fritas que, por cierto, son belgas, del país sede de la OTAN, no francesas. Pero en demagogia, pocos políticos actuales pueden competir contra Mitt Romney, que los supera a todos.
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