Alfonso Oramas Gross. EL UNIVERSO
Hoy (28 de enero) se cumplen 100 años del crimen político más cruento y despiadado de la historia ecuatoriana. El arrastre de Eloy Alfaro y la posterior hoguera bárbara marcaron de una manera drástica la conciencia de nuestro país, convirtiendo a la principal figura del liberalismo radical en símbolo y mito, recuerdo y alegoría, en cuyo nombre se han fraguado las más valiosas aventuras políticas así como las más disparatadas excusas de violencia sin razón.
Eloy Alfaro
Alguien podría pensar que el mito alfarista ha prendido tanto en el alma popular de nuestro país, como igualmente el culto de Bolívar se ha adueñado de la memoria colectiva venezolana. Y en ese sentido, no hay duda que el paralelismo resulta militante: así como para el gobierno chavista, Simón Bolívar es su inspirador permanente, su “legitimador inapelable”, “el primer militante del partido de gobierno”, para el Gobierno ecuatoriano las similitudes entre Eloy Alfaro y Rafael Correa son contundentes e inapelables, el Viejo Luchador en versión del siglo XXI. Esa asociación no es gratuita ni inofensiva pues permite asimilar procesos y revoluciones, distintas en esencia, estructura e ideología a cambio de un rédito político que tan bien cae en un año electoral. Las coincidencias no llegan por sí solas.
Pero, ¿tenemos realmente el derecho de objetar al Gobierno el manejo que hace del recuerdo alfarista o simplemente se reduce todo a cuestión de propaganda política? El punto es que en medio de esa discusión, quizás nos estamos olvidando de lo que realmente importa: que existan personas que genuinamente crean que Rafael Correa encarna, como ningún otro compatriota, el espíritu de Eloy Alfaro es algo que puede ocurrir, que los ecuatorianos entendamos la historia nacional de forma tan leve es algo que no se debe aceptar, pues es en el conocimiento de esa historia, la real, la que no se puede trastocar ni aligerar, la oportunidad que deberíamos encontrar para comprendernos sin complejos ni prejuicios, aceptando nuestras omisiones y debilidades pero también reconociendo que en el pasado y sin perjuicio de Alfaro, existieron otros grandes gobernantes así como algunos cuantos fracasos de mandatarios. La historia del Ecuador no principia ni acaba con Eloy Alfaro.
Posiblemente el primero en aceptar aquello hubiese sido el propio Alfaro, “un hombre radicalmente bueno”, quien era “digno y morigerado en su persona, generoso y leal con sus amigos"; estoy convencido que Alfaro, más allá de la distancia ideológica, compartiría el criterio que no es posible entender nuestra historia, por ejemplo, sin conocer los logros y los yerros de un presidente como Gabriel García Moreno, cuya trascendencia ha sido objetada en ocasiones de forma tan ligera que raya en la alevosía, sin citar otros como Vicente Rocafuerte cuyo recuerdo permanece al vaivén de algún escondido homenaje. Y así como ellos, tantos otros gobernantes que en su momento acertaron de forma orgullosa o defraudaron de forma escandalosa, reiterando que es en la dimensión de esa historia en donde las figuras notables de nuestro pasado descansan en la eternidad con fulgor, como lo hace Eloy Alfaro desde hace 100 años, sin necesidad que alguien diga que es ahora cuando la revolución continúa.
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