José Ayala Lasso. EL COMERCIO
En la Grecia y Roma clásicas la tiranía existió como una forma de gobierno. El pueblo aceptaba a los tiranos en tiempos de crisis y apreciaba su dinamismo y la obra pública que dejaban como herencia. Pero la tiranía, que “todo lo atropella y todo lo tiene por suyo”, terminaba irritando a causa del ejercicio de un poder absoluto y unipersonal. Aristóteles decía que el tirano es un demagogo que ha ganado la confianza popular calumniando a los notables.
La lucha por la dignidad del ser humano dio siempre al traste con los abusos del poder. Pero la tiranía es una hidra de cien cabezas que, con distintas características, puede renacer siempre y en cualquier parte. La peor tiranía ─ decía Montesquieu ─ es la que “se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el amparo de la justicia”.
¿Cómo nace y se hace un tirano? Los pueblos pasan por momentos en los que toman conciencia de la gravedad de sus problemas y de la incapacidad de sus líderes para solucionarlos. Es la ocasión propicia para que surja alguien que describiendo dramáticamente las lacras sociales, se proclame poseedor de la fórmula salvadora. Con habilidad para difundir sus ideas, alimentará las esperanzas del pueblo. Mientras más crítica sea la situación, más predispuesta estará la sociedad para entregarle su confianza. Al contar con el favor popular, se considerará legítimamente encargado de tomar cualquier medida para resolver los problemas. Pero las realidades sociales le demostrarán que no hay soluciones fáciles ni inmediatas para situaciones que son causadas por tradiciones, costumbres y usos propios de un conglomerado social. Se sentirá constreñido entre su voluntad de obtener resultados y las limitaciones impuestas por la ley y la ética. Creyéndose titular de responsabilidades históricas y estimulado por sus innumerables áulicos, romperá esos límites. Entonces, la ley dejará de ser una manifestación de la voluntad soberana del pueblo y funcionará como el método para legalizar la voluntad del líder. Cada paso dado con tal orientación será un argumento más para seguir por el mismo camino. Controlados todos los poderes e hipnotizada una parte del pueblo, habrá nacido un tirano.
Así surgieron Hitler y Mussolini, en momentos de crisis de sus países, democráticamente escogidos por sus pueblos para plasmar en realidades sus esperanzas de cambio. Una vez en el poder, introdujeron reformas en la legislatura y en la justicia para facilitar su acción gubernativa y tomaron medidas para anular a quienes se oponían a su proyecto. Su férrea voluntad fue interpretada como el recurso necesario para prolongar una ideología en el poder, pero murieron ignominiosamente, junto con sus imperios llamados a durar mil años.
Ayer, como hoy y mañana, las “primaveras árabes” son las encargadas de poner fin a las tiranías.
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