Tuesday, January 31, 2012

Las Malvinas: ese oscuro objeto del deseo

Gina Montaner. Firmas Press


Islanders o kelpers
Será que el reciente estreno del filme sobre Margaret Thatcher ha azuzado el viejo conflicto ente Argentina y el Reino Unido por la soberanía de las Islas Malvinas? O, según quien la reclame, las Falkland. Porque si alguien se anima a viajar hasta este remoto archipiélago compuesto por 200 cayos, comprobará que sus casi 4,000 habitantes se reafirman en su identidad de islanders o kelpers (palabra derivada de los kelp o algas que abundan en el territorio). En estas islas del Atlántico Sur lo que se estila es el té de las cinco y no el ritual del mate.
Antes de que la Junta Militar argentina se marcara el farol en 1982 de enfrentarse a la Dama de Hierro por el control de las Malvinas, y mucho antes de que el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner le reclamara a David Cameron por las mismas razones, la trifulca por estos páramos flotantes viene de lejos. La querella comenzó con los exploradores europeos. Se dice que en el siglo XVI estuvieron de paso los españoles, los británicos y holandeses. En 1690 el inglés John Strong incursionó en el área y en 1740 los reinos de España y Gran Bretaña se enredaron en la disputa. Hasta un conde francés llegó a establecerse en isla Soledad. Así fue como las Malvinas se convirtieron en el oscuro objeto del deseo de las naciones con vocación imperialista.
Cuando en 1811 los españoles evacuaron las Malvinas en una tregua con los británicos, éstas permanecieron desiertas hasta 1820, año en el que apareció una fragata argentina enviada por el gobernador de Buenos Aires. Y en lo que marcaría el inicio de un conflicto entre potencias desiguales, en 1833 los ingleses regresaron para, como lo hace el macho de la manada cuando orina en su territorio, reafirmar su poderío en la zona. Enfrentado a una inevitable derrota, el capitán al mando de la goleta argentina Sarandí se retiró con el mástil entre las piernas, reconociendo la superioridad del enemigo. De ese modo se estableció de manera permanente la presencia del Reino Unido y la identidad de las Falkland se fue conformando entre una población en la que el 70% es de origen inglés.
Tras casi dos siglos de administración británica, si hoy se les pregunta a los islanders su opinión acerca de una hipotética reconquista argentina, sencillamente responden, como lo acaban de hacer en su Parlamento, que los “dejen en paz”. Como los gibraltareños o los hawaianos, no tienen el menor interés en revindicar una causa independentista o ser readoptados por antiguos colonizadores que ahora les reclaman la custodia a los padres adoptivos que forjaron la impronta nacional de los kelpers.
Los habitantes de las Falkland (ellos así las llaman) no sienten la necesidad de librar una batalla por la autodeterminación como lo hicieron los indios contra el imperio británico y, mucho menos, querrían reinventarse con el tango, el Martín Fierro o los mitos del peronismo. Desde hace tiempo su imaginario es otro. No es casualidad que su clima, similar al de las Islas Shetland, evoque la melancolía de Cumbres Borrascosas. Los islanders rechazan de plano el empeño recurrente por hacerlos argentinos a la fuerza. A pesar de la lejanía, las Malvinas, como las islas francesas del Caribe, permanecen voluntariamente conectadas a la Madre Patria por el cordón umbilical de su pasaporte británico.
En 1982 la mayoría de los argentinos eligió apoyar a la Junta Militar en el fervor nacionalista, antes que luchar juntos contra los atropellos de una feroz dictadura militar. De aquel espasmo tardoimperialista salieron escarmentados tras una batalla naval supervisada desde Londres por la señora Thatcher. Ahora, años después, Cristina Fernández de Kirchner agita los mismos fantasmas. Lástima que no hayan aprendido nada de aquel pragmático capitán que dio la vuelta y volvió en goleta a casa.

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