LA HABANA, enero, www.cubanet.org. Durante mi niñez, había un mulato barbudo, con pinta de boxeador, que todos los días, a cualquier hora, tiraba un carretón de madera cargado de escombros por la Calzada de 10 de Octubre, en una u otra dirección. Vestía ropa hecha con saco de yute y fumaba en una pipa gigante las colillas que recogía del suelo.
Decían que era de Párraga, que había sido policía durante la dictadura de Batista, que tenía varios muertos en su haber, y que de tanto ocultarse y fingir demencia para escapar de la cárcel o el paredón, enloqueció. La última vez que lo vi, hace unos 20 años, ya no tiraba del carretón. Fue en una guagua, hace más de 15 años. Estaba muy viejo y mucho más flaco, y los pasajeros le huían, pero ya no por miedo, sino porque apestaba a rayos.
Mi infancia en La Víbora estuvo poblada de locos: Violeta, Guayaba, Pela-muertos, La Marquesa…Cada barrio habanero tenía sus locos, eran parte del paisaje. Pero el principal de todos, el Caballero de París, era un símbolo de la ciudad. Siempre digno, vestido de negro, la piel como de cera, el pecho forrado con periódicos, por dentro del chaquetón, si hacía frío, la barba anterior a la de los rebeldes de la Sierra Maestra, la larga y rizada melena muy anterior a la de Robert Plant.
El Caballero de París, La Habana 1958 |
El Caballero murió en un asilo, pocos años después que las autoridades lo recogieran. Lo pelaron y afeitaron, lo bañaron, y le asignaron, a costa del Estado, ropa limpia y cuotas de desayuno, almuerzo y comida. En la capital del paraíso revolucionario que querían mostrar a los visitantes solidarios, no era políticamente correcto que un loco, por muy emblemático que fuera, deambulara por la calle.
Tras la debacle del periodo especial, ya no hay recato en ocultar a los locos. Es más, a ciertos orates de la Habana Vieja, oportunamente disfrazados de personajes costumbristas ─ licencias mediante ─ los convirtieron en atracciones turísticas. Si las jineteras pueden, ¿por qué ellos no?
En La Habana siempre hubo muchos trastornados, pero no tantos como hay ahora. Hace unos años, Manolito Simonet y su Trabuco proclamaban, a ritmo de timba, que “en La Habana hay una pila de locos”.
Los locos de mi niñez eran amables y a veces hasta simpáticos. Ni remotamente incurrían en las impertinencias y hasta la agresividad de los que ahora veo por las aceras de La Habana asediar a los turistas o vociferar en las guaguas atestadas de gente sudorosa y angustiada por los problemas cotidianos.
Resulta sorprendente la cantidad de locos que dicen haber ganado grados en la Sierra, Girón o Angola. Algunos presumen de estar muy próximos a los Jefes, de hablar de tú a tú con ellos. La gente comenta que “se quemaron por culpa de esto”.
Pero hay los que prorrumpen en improperios contra el gobierno si alguien los provoca con la pregunta “¿fulano, tú eres comunista?”.
Otros locos, en las guaguas o las esquinas, berrean boleros (Benny Moré parece ser su preferido), rancheras mexicanas o baladas de José José y Nelson Ned.
Muchos pasaron del alcoholismo a la demencia. Lo peor es que todavía apestan a alcohol. La bebida, sumada al hambre, complica considerablemente las cosas. Máxime si pasaron por la cárcel. O por Mazorra, que no es mucho mejor.
Suelen pedir comida o dinero ─ preferiblemente chavitos ─ en los alrededores de las cafeterías en divisa. A algunos les brilla el odio en sus ojos, como si todos fuéramos culpables de lo que pasa.
A veces escucho a orates decir ciertas verdades que los cuerdos no se atreven a expresar alto y claro. Y de veras que no logro entender por qué a alguien le puede causar risa. Como si no fuera mucho más disparatado el delirante y gastado discurso oficial. Como si todos no fuéramos, de un modo u otro, pacientes del gran manicomio en que nos convirtieron el país ciertos locos con carnet de revolucionarios.
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