Fabio Rafael Fiallo. DIARIO DE CUBA.
Quien haya sufrido el yugo de una dictadura larga y cruel sabe que uno de los sentimientos más reconfortantes en esas circunstancias es el poder contar con voces prestas a denunciar en el extranjero la ignominia y los vejámenes de tal régimen. Esa solidaridad proveniente de países que disfrutan de libertad de expresión es la bocanada de oxígeno que alienta a quienes combaten desde adentro la opresión. Y cuando esas voces amigas no se manifiestan, cuando los crímenes de una dictadura no provocan la indignación internacional, cuando quienes detentan el poder en países democráticos se hacen de la vista gorda, ya sea por consideraciones económicas o por conveniencia política, es la ira, o más bien la náusea moral, lo que brota del alma de disidentes abandonados a la vindicta de un tirano.
Esa ira, esa náusea, es lo que desde hace 53 largos años ha tenido que sentir el hermano pueblo de Cuba, un pueblo que solo recibe esporádicas migajas de simpatía de uno que otro gobierno, mientras el grueso de los dirigentes de nuestro continente se cuida de no mostrar ninguna discrepancia de talla con la tiranía más longeva que registra la historia latinoamericana.
Tal indiferencia es tanto más reprochable cuanto que proviene de una América Latina curtida en los aciagos combates contra dictaduras militares, y que, por haber sufrido por doquier, en carne propia, ese tipo de desmanes, debería haber tendido la mano a aquellos cubanos que, asumiendo riesgos inauditos, combaten el castrismo.
En vez de ello, América Latina contempla impertérrita cómo, al pasar de los años, generaciones enteras de cubanos se han visto obligadas a hacer suyo el lema que, en La Divina Comedia, inscribió Dante en el umbral del infierno: "Abandonad toda esperanza".
Sí, lamentablemente, esa bochornosa indiferencia ha llevado a los cubanos a perder toda esperanza de lograr la solidaridad de América Latina en la lucha desigual que libran en contra del régimen que los oprime.
Así, al amparo de la complicidad continental, y a pesar de los anuncios rimbombantes de los "reajustes" de Raúl Castro, la represión prosigue tranquilamente su curso en Cuba, sin obstáculo mayor, con su secuela desbordante de victimas e injusticias; con las Damas de Blanco injuriadas y acosadas por turbas a sueldo del castrismo cada vez que salen a la calle para reclamar libertad; con arrestos de corta duración y retenciones domiciliarias en pleno auge. En contrapartida, mostrando al régimen y al mundo que la disidencia no claudicará, cubanos optan por jugarse el todo por el todo, hasta llegar al sacrificio supremo — a la manera de Orlando Zapata Tamayo, quien sucumbió a una huelga de hambre no atendida por el régimen — antes que continuar viviendo sin libertad.
Hoy somos testigos, una vez más, de un ignominioso silencio general. El silencio que se ha apoderado de nuestra región con respecto a la muerte — al cabo de una huelga de hambre de 50 días — del disidente de 31 años Wilman Villar Mendoza.
Basta con navegar por Internet para percatarse del carácter exiguo, o por mejor decir inexistente, de las reacciones de los gobiernos e instituciones oficiales de América Latina ante esa nueva víctima del castrismo.
¿Dónde está, que no se oye, Luiz Inácio Lula da Silva, quien durante su último viaje a Cuba como jefe de Estado del Brasil se negó a recibir a 50 disidentes que le habían pedido audiencia y, lo que es todavía más escandaloso, a interceder en favor de un Orlando Zapata Tamayo aún en vida?
¿Dónde está, que no se oye, Dilma Roussef, quien habiendo sido torturada en su juventud por los gorilas del Brasil, olvida que ahora que tiene el poder le corresponde denunciar las torturas y abusos a que son sometidos quienes protestan en Cuba?
¿Dónde está, que no se oye, José Miguel Insulza Salinas, secretario general de una OEA cuya Carta Democrática Interamericana le exige velar por la promoción y protección de los derechos humanos en nuestra región?
A pesar de esa obscena zarabanda de la complicidad, no ha de caber duda: al igual que en Europa del Este, y de nuevo en África del Norte y Medio Oriente, las cuentas de la indolencia ante el padecer de Cuba serán tarde o temprano saldadas ante el tribunal de la conciencia colectiva. Llegará el día en que jefes de Estado latinoamericanos y secretarios ejecutivos de instituciones regionales serán llevados a rastras al basurero de la Historia por el juicio de generaciones futuras, acusados de no haberse tomado la molestia de ayudar a los cubanos en esta terrible situación.
Por su mezquina conducta, pasarán a la posteridad como simples pigmeos morales que dejaron a todo un pueblo batirse solo, a golpe de rechazos corajudos y de huelgas de hambre fatales, contra una satrapía que, en nombre de una ideología fracasada, se convirtió por más de medio siglo en dueña despiadada de una bella y hospitalaria isla del Caribe.
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