Paraguay y Fernando Lugo
Carlos Alberto
Montaner. Firmas Press
Lo
probable es que la destitución del ex presidente paraguayo Fernando Lugo sea
irreversible. El chavismo carece de razones y fuerza para reponerlo en el
poder. Los cinco mandatarios del Alba podrán desgañitarse gritando y
amenazando, incluso acompañados por Mercosur y algún otro engendro diplomático,
pero es muy difícil que esas protestas tengan éxito. Es sólo pataleo.
No
hay duda de que la letra de la Constitución paraguaya de 1992 legitima y ampara
lo sucedido. Tampoco de que el juicio fue demasiado expedito, pero la ley no
establece el tiempo que debe durar el pleito. El artículo 225 dice,
simplemente, que las dos terceras partes del Congreso pueden pedir el
enjuiciamiento político del Presidente, y las dos terceras parte del Senado,
tras escuchar los alegatos en pro y en contra, tienen la potestad de expulsarlo
del poder por gobernar indebidamente.
¿Por
qué, si el asunto es tan claro, algunos gobernantes demócratas, como el
colombiano Juan Manuel Santos y el chileno Sebastián Piñera, reaccionaron con
cierta sorprendente vehemencia contra una decisión soberana del Senado
paraguayo, perfectamente ajustada a Derecho?
Hay
tres razones.
La
primera, es que a los presidentes les pone muy nerviosos que se expulse del
poder a un colega, ya sea por las buenas o por las malas. Existe el muy humano
temor al contagio. Hablar de impeachment
a cualquier presidente es mencionar la soga en casa del ahorcado.
La
segunda, es que Fernando Lugo es una persona agradable y amistosa con quien se
reunían frecuentemente en cumbres o visitas bilaterales. En esos encuentros se
crean vínculos afectivos que trascienden los lazos oficiales. No estaban
respaldando al presidente extranjero víctima de una arbitrariedad, sino al
amiguete en desgracia. Dentro de los valores de la cultura iberoamericana la
lealtad personal tiene tanto peso como los argumentos jurídicos.
La
tercera razón es la consecuencia de la intimidación mediática del chavismo. La
capacidad de la izquierda carnívora para desacreditar a sus adversarios es
temible. Ningún político quiere ser acusado de “fascista o golpista al servicio
del Imperio”. Es mucho más seguro posar de “progre”.
Al
chavismo todavía le quedaba la “carta brasilera” para tratar de desestabilizar
al nuevo gobierno paraguayo del Dr. Federico Franco ─ un joven y prestigioso
médico vinculado al viejo partido de los liberales ─, pero parece que la
presidente Dilma Rousseff no se dejará arrastrar en esa peligrosa dirección y
limitará sus quejas al ámbito retórico.
Es
natural. Los brasileros hace unos años vivieron algo parecido cuando expulsaron
del poder al presidente Collor de Mello. Por otra parte, Brasil y Paraguay
comparten intereses comunes en la enorme central hidroeléctrica de Itaipú ─ una
de las mayores usinas del planeta ─, mientras hay un grupo importante de
inversionistas brasileros instalados en el país vecino. Carece de sentido poner
en riesgo esos valiosos vínculos por defender una causa injusta y, sobre todo,
perdida.
¿Cómo
juzgará la historia al ex presidente Fernando Lugo? A mi juicio, de manera
benévola. Pese a su simpatía por los disparates de la Teología de la
Liberación, no fue un gobernante extremista, ni afilió a su país al coro
delirante del chavismo, ni nadie lo ha acusado con pruebas de actos de
corrupción. Además, abandonó el poder pidiendo hidalgamente que no se le
apliquen sanciones económicas a su país porque eso afectaría a los paraguayos
más pobres. Eso lo honra.
Si
Lugo es culpable de algo, no obstante, es de una absoluta falta de instinto
político. Es inconcebible que un mandatario cuya popularidad apenas rozaba el
30%, sabedor de que ninguno de los grandes partidos del país lo respaldaba, no
hubiera cuidado al aliado que lo llevó al poder, el Partido Liberal Radical
Auténtico. Lugo se enemistó con todos, y todos, en su momento, le pasaron la
cuenta. No entendió que gobernar en democracia es negociar y forjar consensos.
Le faltó cintura política.
Le
sobró, en cambio, la otra cintura. Sus mayores faltas pertenecen al ámbito
privado, no por haber violado el voto de castidad ─ una extraña limitación
genital que sólo le afectaba a él y escandalizaba a sus correligionarios ─,
sino por la censurable conducta de no haberle hecho frente responsablemente a
un par de casos en los que sus amoríos tuvieron consecuencias. Eso no se hace,
especialmente en un país en el que los hogares monoparentales son sinónimo de
pobreza. Es algo muy feo.
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