Semejanza con Cuba
Víctor Maldonado. EL UNIVERSAL
En Venezuela es fácil entender por qué se pronunció aquella bienaventuranza. Hambre y sed de justicia padecen un cierto tipo de presos que no tienen derecho al debido proceso, ni a la presunción de inocencia o el respeto a la reputación y a sus propiedades. Están condenados de antemano porque nadie, ningún Juez en el país será capaz de contravenir la suprema voluntad del líder, quien anticipándose a cualquier procedimiento previsto en el ordenamiento jurídico, simplemente los condenó al olvido. Algunos de ellos son la excusa que el régimen necesita exhibir para justificar la masacre ocurrida durante los sucesos de abril. Otros son simplemente la consecuencia de viejas rencillas y miedos inconfesables. Unos pocos representan la humillación de deberles el favor del regreso al poder. Están los que han tenido el coraje de contradecirle y de creer que por encima de la voluntad del Mandatario había que acatar el imperio de la ley. Y finalmente están el grupo de empresarios que representan todo lo que él no quiere para el país: éxito, emprendimiento y libertad.
A todos ellos, sin importar la causa, la maquinaria propagandística del régimen les ha masacrado su buen nombre. En eso consiste el trapiche de insultos seriales, procedimientos retardados y trámites complicados que los hace estar uno, dos, tres o mil años esperando que se desate todo el andamiaje institucional del país que por ahora obedece la orden implacable que les ha sido dada. Nadie duda. Allí están los propios presos como prueba de que la intimidación es en serio. Aquí la cárcel es la mejor señal de que el que no está con la revolución, tarde o temprano termina sin libertades o derechos. Para estos, la tradición caudillista latinoamericana ha creado su propio adagio: "... para los enemigos, la ley".
Un país no puede ser democrático si tolera que entre los suyos haya conciudadanos privados de libertad porque el régimen les inventa un delito para poder procesarlos.
Tampoco lo es aquel país que tenga a algunos ciudadanos en la disyuntiva de exiliarse porque el Gobierno los persigue y los acosa hasta que no tienen más remedio que preferir sufrir el extrañamiento que enfrentar aquí una causa de antemano perdida. Las paredes no olvidan con facilidad. Algunas de ellas todavía registran el gusto que se da el régimen sometiendo al oprobio a hombres y mujeres de bien. Cuesta entender ese tipo de gustos por los graffitis del odio, como si no fuera poca cosa la hegemonía comunicacional que repite incansablemente quiénes son y lo que supuestamente hicieron todos y cada uno de los que hoy están presos o en el exilio. Y, sin embargo, mucha gente duda, como si fueran ellos los designados por alguna deidad a separar la paja del trigo, y decir cuáles de los perseguidos son inocentes y cuáles otros merecen la pena impuesta con tanta severidad. Todos ellos, los que dudan, participan en la hoguera circense donde se cuece poco a poco el caldo espeso de la tiranía y no dejan de ser cómplices de esta trama tan absurda como cruel. Un preso político es aquel que sin importar razones, no tiene derechos. No los hay mejores ni peores. Si alguien cree en el Estado de Derecho sabe que todos ellos deberían estar libres, y que los empujados fuera del país deberían estar en medio de nosotros, compartiendo nuestras luchas y nuestra suerte.
El comunismo tiene el atributo de corroer las entrañas de la institucionalidad republicana. Lo hace envileciendo todo aquello que resulta valioso para el ejercicio legítimo de las libertades y derechos. Lo intenta mediante el establecimiento de una legalidad espuria y confusa que alegando intereses supremos del pueblo va esquilmando poco a poco todo lo que resulta valioso para la realización autónoma de los hombres dentro de una sociedad abierta. Y el éxito del proceso revolucionario que se adelanta sin prisa, pero sin pausa, depende de esa gran matriz de indiferencia, sumisión y conformidad que caracteriza a los pueblos devastados porque ya no creen en el futuro. El comunismo tiene el encanto de las promesas irrealizables y de los presentes irresponsables. No hay nada que narcotiza más al venezolano que la ilusión de los bolsillos llenos. Lástima, porque gracias a esa ceguera nuestros presos y exiliados seguirán siéndolo por mucho tiempo, mientras el resto contempla en sus mesas de fin de año ese pernil regulado con el que el Gobierno quiere atragantarnos las conciencias. ¿Feliz Año?
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