Ernesto Santana Zaldívar. CUBANET
La Habana. El edificio Sarrá tenía más o menos la edad actual de la revolución cuando esta llegó al poder en 1959. Dos años más tarde, en abril de 1961, a los pies de este inmueble de cinco pisos, enclavado en Veintitrés y Doce, una de las esquinas más céntricas de El Vedado, fue declarado por Fidel Castro el carácter socialista del proceso revolucionario. Un alto jefe del partido comunista diría, años más tarde, que “aquí, a las puertas del cementerio, emprendimos el camino hacia el socialismo”. Parecía una broma macabra, pues el país se hallaba abismado en la peor crisis de su historia y para entonces ya no existían el muro de Berlín, ni la República Democrática Alemana, ni la URSS, y ese vasto campo euroriental otrora socialista era solo un recuerdo en disipación.
Tal como se derrumbó el llamado socialismo real por el peso abrumador de la realidad, en estos días corre peligro de desplome este simbólico edificio, que había pertenecido a uno de los mayores casa tenientes de la ciudad y, por tanto, uno de los más grandes expropiados por el nuevo gobierno. Como si de un barco se tratara, hace más de veinte años fue empotrada en su quilla una especie de mascarón de proa, una enorme tarja — o tinglado o tropel — que representa un tumulto encabezado por nuestro particular Gran Timonel del Trópico de Cáncer precisamente rumbo al cementerio. Ese armatoste de bronce está en la base de la columna que define la esquina misma, precisamente la columna que, agrietada en toda su estatura, constituye uno de los peores síntomas de la agonía del edificio, según lo que cuentan vecinos y moradores, sin que aparezca ninguna información oficial que explique en detalle lo que ocurre.
Desde que vine para La Habana, muy niño, siempre he vivido cerca de la esquina de Veintitrés y Doce y mi primer recuerdo del Sarrá es borroso: una mole todavía con balcones, con dos pequeñas barberías, una hacia Doce y otra hacia Veintitrés, que pronto serían desmanteladas. Desde lejos, por la calle Doce, podía verse un gran letrero encima de la azotea: SARRA LA MAYOR. Los portales en ángulo recto se convertirían entonces en la antesala de un antro sórdido, sembrado de columnas que sostenían un techo muy elevado y costroso, sobresuelo de lo desconocido. En ese inframundo mugriento y lamentable hizo repentinamente su nido, más lamentable y mugriento aún, el personaje más legendario que haya recorrido las calles, avenidas, portales y rincones de La Habana.
Tras su estancia de años en los portales de San Lázaro, José López Lledín, conocido como el Caballero de París (parafrénico él como el mascarón de bronce, pero incapaz de hacer daño a nadie, amigo de las flores y autoproclamado Príncipe de la Paz), vino a sentar allí su última plaza: entre aquellas columnas del vientre del edificio, con cartones, sacos, periódicos y revistas viejos, hizo su tugurio el ilustre caballero de la capa negra, del que partía a su eterno vagabundeo por los alrededores de aquella mole tan desastrada como él. Un día, de pronto, desapareció y luego se supo que, ya muy anciano, había sido recluido en el Hospital Psiquiátrico de La Habana.
Un día, también de pronto, la destartalada edificación comenzó a ser remodelada. Desaparecieron los balcones, fue retirado el letrero de la azotea, se esfumó el antro de los bajos, donde se construyeron una pequeña oficina de correos y una galería de arte bastante amplia y rodeada de cristales. Hubo cambios también en otros costados de Veintitrés y Doce. Empotraron por entonces la pesada y tumultuosa tarja de bronce en la columna esquinera. Remozado y pintado, el edificio lucía mucho mejor que antes, aunque en lugar de los balcones aparecían ahora unas toscas ventanas. Pero toda la esquina tenía un aspecto renacido, se veía más céntrica y funcional, con sus dos cines, su pizzería, sus restaurantes, panaderías, tiendas, cafeterías, situados en cien metros a la redonda.
No sé si fue en esa misma época cuando a los inquilinos les dieron materiales de construcción para que repararan sus casas (y algunas quedaron muy bien), pero no se volvió a hacer un trabajo de mantenimiento estructural en el inmueble durante otro largo período de tiempo, lo cual, según una vecina, demuestra el error cometido por el gobierno al eliminar el puesto de “encargado de edificio”, que era quien se encargaba de asuntos tan fundamentales como ese. Dicen que hace un tiempo el poder popular solicitó más de dos mil pesos no convertibles por cada apartamento para pintar el inmueble, pero ellos se negaron porque, dados los numerosos problemas (entre otros, con el ascensor y la escalera), lo primordial era reparar el edificio, no pintarlo. Luego, cuando aumentó el peligro que corrían los residentes, comenzaron a aparecer letreros de protesta y denuncia.
Hasta que, hace solo unos días, se desplomó la escalera y hubo que sacar a los vecinos y sus pertenencias con grúas de bomberos y dispersarlos por albergues de Cojímar y otras localidades, por centros de trabajo, casas de cultura y quién sabe por dónde más, sin que ninguno sepa la suerte que correrá finalmente. Triste desastre predecible. Ahora las autoridades han soldado herméticamente las rejas de la entrada y la policía monta guardia para que no pueda entrar nadie en el Sarrá.
Algunos creen que, luego de que lo apuntalen y lo rodeen con redes, los funcionarios dejarán que el edificio se vaya cayendo a pedazos para, finalmente, despejar el espacio suficiente para construir un pequeño parque, tal como se ha hecho con tantos otros inmuebles de La Habana. En el centro del césped, acaso, quedará un pedazo de la columna esquinera con la tarja de bronce como un mascarón de proa rescatado de un naufragio.
O como una lápida.
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