Fabián Corral B. EL COMERCIO
Los actos de masas, las banderas y los puños levantados son peligrosos enemigos de la república. La democracia verdadera parte del supuesto de que la gente comprende y debate los temas de interés público. La democracia implica serenidad y objetividad. La democracia requiere información y no propaganda, pedagogía política y no simplificaciones, más aún si se trata de complejos problemas de los que depende el bienestar y el porvenir.
Los actos de masas, y los populismos que los alientan, caracterizan a nuestra precaria república, y esas son causas de su debilidad y fracaso. En las concentraciones, la razón desaparece y prevalece la pasión. El fundamentalismo reina e invade todos los espacios. Para la multitud y sus líderes no son importantes las tesis sino los enemigos reales o presuntos; no interesan los análisis, sino las arengas. En la memoria colectiva no quedan las propuestas sino el retumbo del discurso, el eco de los aplausos, el testimonio de los gritos. Sometido por la masa, cada individuo se alinea sin reflexión y se compromete sin libertad.
Los actos de masas apuestan a la adhesión incondicional. Y todo lo incondicional es malo para la democracia, y pésimo para la república. Lo incondicional es peligroso para la convivencia civilizada, y es nocivo para sociedad libre. Allí están las semillas del fundamentalismo, la intolerancia y la militancia casi religiosa por una quimera política o por un caudillo. La historia está llena de ejemplos de masas incondicionales marchando al ritmo de cánticos, intimidando al enemigo, aturdiendo al indiferente. Los desenlaces siempre fueron trágicos y los arrepentimientos, tardíos.
La estrategia de masas militantes busca, aparte de la adhesión incondicional, la unanimidad de criterio, la anulación de los “otros”, la descalificación moral e intelectual de los que piensan distinto. En esa “democracia” de movilizados y obedientes, no es posible discrepar, ni debatir, ni siquiera modular la opinión. Solo cabe plegar a la mayoría, someterse y renunciar a la crítica. Pero la unanimidad es otro enemigo de la república que, se supone, está constituida por ciudadanos, por hombres libres que tienen el derecho de apartarse de la opinión predominante, de decirle no al poder, y que, se supone, tienen la opción de que se les escuche y respete. Más aún, los gobiernos necesitan oponentes, sin ellos no hay debate, y sin debate no hay ciudadanía.
La “invención del enemigo” es vieja teoría y práctica usual de los sistemas autoritarios, que necesitan de un adversario débil y descalificado de antemano para golpear y vencer, para legitimarse por la vía de la simplificación electoral. Pero en las repúblicas verdaderas no hay enemigos políticos. Hay ciudadanos que piensan distinto, que pueden atreverse sin miedo a alentar otra utopía, a creer en otra doctrina, a no aplaudir, a censurar. A ser hombres libres.
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