Haroldo Dilla Alfonso. CUBA ENCUENTRO
Durante mucho tiempo el tema de la pobreza y la marginalidad estuvo prohibido en las ciencias sociales cubanas.
Era un tema incompatible con el discurso político triunfalista de una revolución que supuestamente había eliminado — para siempre — el flagelo de la exclusión. Si el ethos de la nueva era revolucionaria era precisamente la equidad y la prosperidad, era muy costoso reconocer que — sin obviar los logros sociales alcanzados — una parte de la población había permanecido, en lo fundamental, fuera de la movilidad social. O que solo se había agarrado a ella parcialmente, por lo que cualquier disrupción iba a provocar una caída dolorosa. O que en última instancia los logros sociales no son duraderos si no existe una dinámica económica que los respalde. Y que tras tres décadas de “marcha-victoriosa-de-la-historia”, esa parte de la población era efectivamente pobre, incluso dentro de esa visión de austeridad plebeya que la clase política postrevolucionaria había elevado al rango de virtud, aun cuando ella misma se cuidara de no chapotear en sus estrecheces.
Recuerdo que en los 90 — cuando toda la sociedad fue sacudida por un tsunami de empobrecimiento — había varios contingentes de condotieros ideológicos que se ocupaban de realizar todos los malabarismos retóricos posibles para demostrar que a pesar de que la gente comía mal, no tenía viviendas adecuadas, sufría apagones, pedaleaba bicicletas de la II Guerra Mundial, padecía desnutrición y sucumbía a la neuropatía, no era pobre sino solamente proclive a serlo. Técnicamente, “en riesgo”.
Desde comienzos del siglo esta situación de orfandad analítica comenzó a cambiar. A pesar del esfuerzo aislado de algunos economistas para acercarse con más objetividad al problema de la depauperación social en Cuba, los principales aportes provinieron de la sociología, la antropología y la geografía. Un grupo de investigadores de varias instituciones académicas logró colocar el tema de la pobreza en su justa actualidad, y hacerlo desde una doble perspectiva: social y territorial. O dicho en otras palabras, el análisis de cómo muchos cubanos eran efectivamente pobres, y que podían ser más o menos pobres según el estrato social en que se ubicaran, pero también según el lugar en que vivieran.
Quizás este retraso de la academia cubana por reconocer a la pobreza vernácula se debió no solo a las presiones políticas, sino también a la manera como se presentaba el fenómeno.
Por un lado, dada la existencia de un control estatal muy estricto sobre el suelo y las personas, la pobreza urbana no se materializó, como en otros países de América Latina, en inmensas favelas. Sino que la propia ciudad se fue tragando la marginalidad, creando bolsones densamente poblados de cuarterías, viejas mansiones divididas ad infinitum, edificios sobrecargados de barbacoas o anexos construidos en cualquier parte donde hubiera un espacio disponible. Cualquier barrio de la ciudad muestra los estragos de este poblamiento espontáneo que ha conducido a situaciones urbanas abigarradas francamente deplorables. Pero en las que la pobreza en sí se hacía poco visible.
Por otro lado, aun en situaciones de grandes carencias, los cubanos comunes tenían acceso a la educación y a la salud, en ocasiones de alta calidad, lo que desdibujaba el cuadro clásico que ilustraba la marginalidad en América Latina.
Recuerdo, para poner un ejemplo, un caso que conocí en Cayo Hueso donde una tétrica cuartería tenía un solo inodoro en uso para 12 familias. Los cuartos, a los que todos los vecinos habían adicionado cocinas rústicas, eran pequeños, húmedos y sin ventilación adecuada. Pero entre las familias que habitaban aquel tugurio había 5 graduados universitarios y un atleta de alto rendimiento. No dudo que eran pobres, pero evidentemente de otra manera.
Pero desde los 90, cuando terminó la relativa panacea de la economía subsidiada y la crisis llegó para quedarse, se acentuaron los flujos migratorios desde el campo a las ciudades y desde “el interior” hacia La Habana. Y en este último caso con la peculiaridad de que los migrantes se tornaban ilegales por el solo hecho de migrar, pues el sistema cubano no reconoce — junto a otros muchos derechos — la potestad ciudadana de libre tránsito. Y en consecuencia no solo se incrementó el hacinamiento en nuestros clásicos solares, sino que comenzaron a aparecer favelas, inaugurando caseríos en terrenos despoblados o engrosando algunas aglomeraciones de viviendas precarias previamente existentes.
Unos estudios pioneros desarrollados por equipos de geógrafos de la Universidad de la Habana en 1996 señalaban la existencia de 181 asentamientos que eufemísticamente denominaban “insalubres”, y donde habitaban cerca de 75 mil personas. Solo en un municipio, Playa, se reportaban 9 asentamientos con 2.360 viviendas y cerca de 8 mil habitantes. Uno de ellos, Romerillo, era el más grande de la ciudad con 1.114 viviendas.
Otro, Bajos de Santa Ana, con más de 700 viviendas, hacía frontera con el otro mundo en juego: la Marina Hemingway.
Pero creo que hasta el momento no se había publicado un análisis tan completo, profesional y sincero como el que nos ofrece el antropólogo Pablo Rodríguez. Se trata de un libro de agradable lectura cuyo mismo título desafía las mezquindades ideologistas — Los marginales de las Alturas del Mirador — y que acaba de ser publicado por una agencia de cooperación suiza (COSUDE), el Instituto de Antropología y la Fundación Fernando Ortiz.
El estudio fue realizado en 2004 en un barrio marginal — Alturas del Mirador — de unas 200 viviendas en San Miguel del Padrón. Su formación se remonta a 1992, cuando, impelidos por la degradación de las condiciones de vida en sus lugares de habitación, decenas de familias comenzaron a poner sus viviendas precarias en un terreno cubierto de marabuzales cerca de la carretera Ocho Vías.
Las casas — casi todas con pisos de tierra, sin agua corriente, con suministro precario de energía eléctrica y techos de zinc que las convierten, dice el autor, en auténticos “crematorios” — se ubicaban en “callejones sin pavimentar, sin aceras, sin cunetas… caminos polvorientos y sucios bajo un intenso sol o verdaderos lodazales después de una ligera llovizna”. Casi no tenían aparatos electrodomésticos, y cuando los tenían se trataba de frankensteins electrónicos armados de mil maneras por el inagotable ingenio popular.
El 83 % de los vecinos eran negros y mulatos, y el 79 % eran inmigrantes de otras provincias, principalmente del oriente/sur. Curiosamente la mitad de la población mayor de 6 años tenía más de 9 grados de enseñanza, y el analfabetismo se limitaba a una quinta parte de la personas con más de 55 años. La población infantil y adolescente tenía acceso al sistema educacional, pero la atención médica era evaluada como “marginal” y no exenta de discriminaciones y maltratos.
Esto último estaba determinado por la precariedad legal de los habitantes del barrio, que, cito a Rodríguez, “carecen de una especie de ciudadanía de la urbe” debido al represivo decreto-ley 217 de 1997, solo ligeramente modificado por el decreto 293 de 2011. Por consiguiente, estas personas carecen de libretas de alimentos subsidiados, no pueden establecer contratos legales, no pueden contraer matrimonios, ni pueden estudiar en la universidad. A pesar de que muchas de estas familias llevaban casi dos décadas de habitación en el lugar, no habían logrado mejorar sustancialmente sus niveles de vida.
En consecuencia las personas eran más pobres debido a su situación legal, que les mantenía en la escala más baja del sistema laboral, incluso si poseían niveles superiores de educación. Y por tanto, estaban seriamente afectadas por sus bajos ingresos. De acuerdo con el estudio el 20 % de los núcleos familiares no estaban en condiciones de acceder a una alimentación mínima, lo que los situaba en un estado de indigencia absoluta. Pero en total el 60 % podía verse en esta situación eventualmente, e impedida de acceder a otros consumos necesarios. En otras palabras, la inmensa mayoría de la población estaba sometida a un régimen de sub-consumo básico. En la mayor parte de los casos esto se relacionaba con la carencia de libreta de abastecimientos, que por entonces (2004) era más significativa que ahora en la economía familiar.
Otro dato curioso es que solo el 52 % de los jefes de familia se declararon practicantes sistemáticos de alguna religión, principalmente cultos afrocubanos y protestantes. El catolicismo puro estaba casi totalmente ausente de la comunidad.
Finalmente, todos los entrevistados se manifestaron a favor de la revolución, que identificaban justamente con tener las cosas que no tenían y que hubieran garantizado una vida digna. Es decir, que Revolución significaba una situación de las que estaban excluidos. A veces con visos de clientelismo, los entrevistados mostraban una profunda decepción — el peor de los sentimientos políticos — ante el hecho que una persona describía como la carencia de derechos por parte de los niños del barrio, de los mismos derechos, decían, que gozaba Elián González.
Creo que son estudios como este los que nos permiten evaluar realistamente la situación por la que atraviesa una sociedad que es nuestra, es decir, de todos, emigrados y residentes en la Isla. Y que demanda políticas focalizadas de atención a estos sectores vulnerables (los perdedores de todo el proceso) y de incentivos al desarrollo socioeconómico local en un sistema que demanda a gritos una mayor descentralización.
La nación requiere una nueva visión cuya elaboración y ejecución responsable corresponde a todos y todas. Y no solamente a una clase política más interesada en su conversión burguesa que en el bien común. O a una tecnocracia aquiescente en busca de un lugar bajo el sol de la acumulación originaria que tiene lugar en el país. O a un sector académico cansado y solo deseoso de una sobrevivencia medianamente holgada a cambio de la complicidad intelectual con la ruina social.
Por eso hay que detenerse ante obras como esta de Pablo Rodríguez (cuya lectura recomiendo) para agradecerle su contribución, y creer que a pesar de todo, hay nación.
Han pasado ocho años desde que el autor hizo su investigación. No sé desde entonces qué habrá pasado con este contingente de perdedores a los que Lázaro Barredo se hubiera referido como los “pichones con el pico abierto” que había que ajustar. No se cómo habrán aguantado los embates de una “actualización” que se decía dispuesta a eliminar las gratuidades que lastraban el despegue. Posiblemente los más listos han logrado sobrevivir en los intersticios, como siempre han hecho, sobornando funcionarios y policías.
Quisiera que a todos estos compatriotas les vaya mejor, pero dudo que lo hayan conseguido. Al final, como escribía Pablo Rodríguez “vivir en el llega y pon, es una agonía de resistencia por mantenerse a flote en contra de un conjunto de fuerzas que empujan hacia abajo”.
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