Paulino Alfonso Estévez. PRIMAVERA DIGITAL
La Habana. Tanto como a las mujeres, he amado a los libros. A cuantas pude le di todo el amor que fui capaz de entregar. De los libros, soy hasta hoy un lector constante, aunque no ya tan empedernido como en la juventud, quizás un poco más selectivo.
Uno de mis libros preferidos, El nombre de la rosa, me ha sugerido el titulo para la crónica de esta semana. En este libro hay un personaje central que encarnaba al Mal y ejercía el poder sobre un convento de frailes dominicos que, obligados por su fé, le obedecían ciegamente. Este era el mítico Venerable Jorge.
Jaime Ortega Alamino ha llegado, en seis décadas de vida, de simple seminarista a ocupar los escaños más altos de la iglesia católica. En su juventud fue encarcelado por el castrismo en las tristemente famosas UMAP. Conozco de primera mano que contra él, así como contra muchos cristianos evangélicos, se utilizaron métodos especialmente rigurosos, ya que por entonces se pretendía que estos abjuraran de su fé a cambio de su libertad.
Esto funcionó en algunos, en otros no. En el caso del hoy cardenal no ocurrió eso sino algo más siniestro, le sembraron el miedo, ese que ciega el alma y encoge el corazón. Convirtieron al joven fraile en un ser mezquino y obediente, no ya de la iglesia católica, sino del comunismo, como ocurrió tras el telón de acero hasta que la libertad abrió sus archivos de terror.
Cuando en 1966 el dictador Castro tuvo que escuchar a los diplomáticos que intercedían por la vida del hijo de su entonces canciller Roa, se hizo el sorprendido y en una mise en scène digna de Hollywood, suspendió el horror que el mismo había ordenado, y como ocurriría 24 años después, en 1989, otros cargaron la culpa de sus ordenes.
Después de este incidente el cura Ortega terminó su seminario y fue destinado al servicio pastoral donde ejerció bien su ministerio granjeándose las simpatías de cuanto católico sincero le conoció. Así las cosas y gracias a una innegable y vasta cultura y un buen trabajo como pastor, el cura Ortega ascendió hasta la primada posición de la Archidiócesis de la Habana lo que culminó con su ordenación por Juan Pablo II como Cardenal de la Iglesia.
Una vez nombrado, su trabajo estuvo orientado, según varios de sus apologistas, a devolver el lugar que tenía la iglesia en Cuba en 1959, claro sin desconocer al régimen, ya que según estos mismos, la Iglesia no era contestataria de este sino que ejercía un poder paralelo. Eso mismo lo había logrado la iglesia con Napoleón, cuando para ser ungido como emperador de los franceses, firmó el Concordato con la Santa Sede en 1804.
A partir de que ya el otrora infeliz seminarista era todo un príncipe de la Iglesia, el castrismo empezó a pedirle "favores", como hace Satanás a aquellos que le venden el alma.
Para lograr esto, primero se dio a la tarea de gradualmente silenciar por el retiro a las pocas voces que hablaban de la falta de libertad del cubano y sus urgentes necesidades materiales y que reclamaban para la Iglesia un papel más activo en defensa de los oprimidos. Más tarde, comenzó un acercamiento casi impúdico con el dictador (no me refiero al nominal) sino al único que todavía soportamos, mediante apretones de mano y deseos pascuales de bienestar y salud.
Su penúltimo grand jetté tuvo lugar cuando para beneplácito del régimen, en unión de un corrupto ministro español, formó la comparsa que escamoteó el triunfo a las dignas Damas de Blanco en lo referente a la liberación de los prisioneros de conciencia de la primavera negra de 2003.
Después impartió órdenes a sus sacerdotes de que se apartaran de toda vinculación con el movimiento disidente en la Isla, no solo en el aspecto teórico, sino negándoles a estos cualquier tipo de amparo u apoyo espiritual que pusiera en peligro las relaciones eclesiásticas con el régimen.
Desgraciadamente, todavía quedan cubanos dignos que ciegos por su fé, como los frailes del mítico Venerable Jorge, no se dan cuenta que no lidian con un enviado de su Dios, sino con un miñón de Satanás.
Nunca estuvo entre los planes del 'venerable" Jaime que nadie con propuestas libertarias se acercase al Papa para estropearle la fiesta. Miserere.
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