ABC del populismo
En torno al populismo
Enrique Krauze.
LETRAS LIBRES
El
populismo es indefinible en términos ideológicos: se aplica tanto a corrientes
de izquierda como de derecha, a Hugo Chávez o al Tea Party. Por eso, quizá la
mejor definición es la que atiende a la peculiar relación que se establece
entre el líder político y la voluntad popular.
En
una democracia, ese vínculo es siempre problemático y tenso. Si el líder abusa
de su autoridad o impone su propia voluntad por encima de las leyes, puede
desembocar en una dictadura. Si la voluntad popular impera sin límite, puede
desembocar en la ingobernabilidad o la revolución. Justamente para limitar
ambos extremos y conciliar ambos impulsos están los famosos checks and balances
y las libertades políticas, en particular la de expresión. En una democracia,
el presidente (o el primer ministro) tiene que ejercer las atribuciones implícitas
en su liderazgo (que hasta etimológicamente consiste en ser seguido, no en
seguir) pero actúa en un marco diseñado para acotarlo. Aunque el mecanismo es
lento, difícil, oneroso, es el mejor que han discurrido los hombres para
gobernarse.
El
populismo es una simplificación de ese complejo mecanismo. Lo que el populista
busca ─ al menos esa ha sido la experiencia latinoamericana ─ es suprimir en
beneficio propio la tensión entre el liderazgo político y la voluntad popular,
y nada mejor para lograrlo que establecer un vínculo directo con el pueblo, por
encima, al margen o en contra de las instituciones, las libertades y las leyes.
La iniciativa, hay que subrayarlo, no parte del pueblo sino del líder
carismático.
En
el Diccionario de política de Bobbio se concede una importancia central a las
definiciones míticas de “pueblo” que el populista emplea y que no se refieren a
clases sociales sino a un vago conglomerado o una amalgama social: “Es importante sentirse pueblo ─ decía
Eva Perón ─, amar, sufrir, gozar como el
pueblo, aunque no se vista como el pueblo, circunstancia puramente accidental”
(Diccionario de política, Siglo XXI, p. 1248). Del mismo modo, el libro ilustra
las nociones típicas de “no pueblo” con la que los populistas demonizan a sus
enemigos. Esta dicotomía es importante pero no fundamental, porque el contenido
que se suele dar a ambos términos es variadísimo y aun contradictorio. La
verdadera clave está en el líder. Él es el agente primordial del populismo. No
hay populismo sin la figura del personaje providencial que supuestamente
resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del “pueblo”, y lo
liberará de la opresión del “no pueblo”.
Para
llevar a cabo su proyecto, el populista utiliza como vehículo fundamental la
palabra amplificada en la plaza pública. Los demagogos existen desde los
griegos, pero los populistas son producto de la sociedad industrial de masas y
del megáfono. El populista se apodera de la palabra y fabrica la verdad
oficial. Una vez investido en intérprete predominante o único de la realidad (o
en agencia pública de noticias), el populista aspira a encarnar esa verdad
total y trascendente que las sociedades no encuentran –aunque a menudo aspiran
a ella ─ en un Estado laico. Por eso, muchos populistas adoptan símbolos religiosos
y trasmiten un mensaje de “salvación”: se vuelven “redentores”. Pero aun en ese
caso la prédica es insuficiente, por eso algunos populistas buscan conquistar
la voluntad popular mediante el uso discrecional de los fondos públicos. El
reparto directo de la riqueza que suele derivarse de esa discrecionalidad no es
criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, hay argumentos sumamente
serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las
costosas burocracias estatales), pero el populista nunca reparte gratis, menos
aún para afianzar la autonomía de los individuos o las comunidades. El
populista focaliza su ayuda, la cobra en obediencia. Con todo, tampoco los
incentivos económicos bastan. Para mantenerse en el poder el populista
militariza simbólicamente la plaza pública: alienta la confrontación entre el
pueblo y las élites internas, y lo moviliza contra el acechante “enemigo
exterior”.
El
impulso del líder populista puede desembocar en la franca dictadura, es decir,
en la cancelación de las leyes, libertades e instituciones de la democracia.
Este era ─ según Aristóteles ─ el desenlace común en la Grecia clásica. “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que
saben hablar” (Política, V). Citando “multitud de casos”, explica que “las revoluciones en las democracias [...]
son causadas sobre todo por la
intemperancia de los demagogos”. Y el ciclo se cerraba cuando las élites se
unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la
tiranía. Pero en el siglo XXI el propio demagogo puede ejercer de facto la
autocracia con solo desvirtuar las instituciones y leyes de la democracia. En
un régimen populista (como el de Juan Domingo y Evita Perón o el de Hugo
Chávez) se celebran elecciones y las instituciones siguen funcionando, pero sin
autonomía ni equilibrios internos. El poder judicial pierde su independencia,
el legislativo se ajusta a los deseos del ejecutivo, el proceso electoral no
garantiza la libertad del sufragio. El único límite es la prensa libre, pero
(como se ha visto recientemente en Ecuador) el ejecutivo tiene el designio
claro de domesticarla.
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