El presidente Chávez invadió los contenidos de los textos sagrados y los espacios propios del sacerdocio, para estrenarse como profeta y arcipreste de una fe que hasta entonces administraron los portavoces del clero
Elías Pino Iturrieta. EL UNIVERSAL
Desde cuando Venezuela es república, los políticos han tenido especial cuidado en detenerse en la puerta de las iglesias. Los púlpitos no fueron su tribuna, ni las sacristías su aposento. Los rituales fueron un asunto privado de los representantes de los poderes públicos, a menos que la puntual solemnidad de ciertos oficios requiriera la presencia de quienes los representaban, siempre en fechas señaladas por la liturgia, como el Viernes Santo y la fiesta del Corpus, sin que la visita de los templos formara parte de la rutina. La política venezolana no ha sido, en términos generales, mescolanza de obispos y generales, ni intimidad de sacristanes y diputados, ni negocio de espadas y bonetes, mucho menos plan conjunto y concertado para mandar en condominio los habitantes del palacio arzobispal con los inquilinos de la casa de gobierno. Los tratos que debieron efectuar siempre fueron sigilosos, sin pregón ni alharaca, para ser fieles a los fundamentos laicos en los cuales quiso asentarse el régimen desde su propia fundación. Cualquier devaneo con la Iglesia para invadir sus predios, o para permitir que invada los que no le corresponden, no viene a ser sino la traición a uno de los principios sobre delimitación de potestades en el cual se convino para construir una convivencia moderna después de 1830.
Sólo con el advenimiento de Chávez desapareció el límite que diferenciaba las esferas temporal y espiritual, que se había mantenido con empeño y escrúpulo. El presidente Chávez invadió los contenidos de los textos sagrados y los espacios propios del sacerdocio, para estrenarse como profeta y arcipreste de una fe que hasta entonces administraron los portavoces del clero. Leyendo el Evangelio a su manera, como si tuviera conocimiento en materia tan delicada, y propinando excomuniones como si poseyera episcopal autoridad, violó unos confines que nadie se había atrevido a traspasar sin sentirse como protagonista de un retroceso en relación con el proyecto de república laica que ha sido esencial para la nación. Nadie vio jamás a Páez en el seno de los conventos, ni mucho menos a Guzmán en la proximidad de las cofradías, para nombrar sólo a dos figuras fundamentales del trazado de la política en el siglo XIX, no en balde se sentían como pilares de la necesidad de cambiar las costumbres coloniales por unos hábitos de republicanismo sin los cuales no se podían sostener realidades nuevas y distintas. Fraguaron una conducta que prosiguieron los mandatarios del futuro, aún un hombre formado por los jesuitas y leal a los preceptos del templo como el presidente Caldera, a quien nadie vio batiendo incensarios cuando cumplió sus obligaciones de primer magistrado y sin que la actitud significara una ruptura con sus creencias de católico convencido. Es una cuestión de fidelidad a un entendimiento de la vida pública, de apego a ideas insoslayables sobre la marcha de un Estado moderno, que está desapareciendo hasta llegar a los abismos del bochorno. ¿No basta para llegar a tal conclusión, el recuerdo del presidente Chávez designando al Ministro de la Defensa en el púlpito del santuario de la Coromoto, después de "saludar" a la patrona de Venezuela?
La enfermedad del presidente Chávez ha profundizado el problema. No se ha echado sino a medias en el regazo de la ciencia médica, mientras mete a las potencias metafísicas en el tratamiento de una complicada dolencia como si se tratara de una búsqueda corriente de auxilio cuando, en realidad de verdad, sólo es comprensible y aceptable en la esfera de la vida privada. Una ostentosa peregrinación ante el altar del Santo Cristo de la Grita fue el primer capítulo de su viaje de impredecibles consecuencias hacia una república que sólo ha existido en sus regiones más periféricas, o apenas en el centro de los padecimientos de los hogares comunes y corrientes en los cuales no cabe ningún tipo de reproches a la hora de pedir el lenitivo de la Madre Iglesia.
La conducta ha degenerado en una multiplicación de rezanderos que tal vez apenas se haya visto en situaciones de calamidad generalizada, como los terremotos y las pestes. Ahora todos los días son Miércoles Santo. Las rogativas, las procesiones, las estampitas, las novenas y las jaculatorias de orientación política forman parte de la normalidad, en demostraciones de piedad sobre las cuales pueden permitirse las dudas debido a cómo han sido insólitas hasta la fecha; pero especialmente por el espectáculo de unos devotos de última hora a quienes nadie había contemplado jamás con el rosario en la mano, ni siquiera en la intimidad de sus hogares. O se convirtieron al vapor por un milagro del Señor de la Grita, o se están burlando de nosotros en una campaña orquestada a propósito para relacionar la salud del encumbrado paciente con el destino de la sociedad y con celestiales decisiones, sobre cuya influencia se pueden tomar medidas de emergencia en el futuro. ¿Cómo desacatarlas, si se presentan como producto de un asunto avalado por la divinidad con la ayuda de los espíritus de la sabana y de otras representaciones de la religiosidad popular? La república no se merece escenas así de groseras a estas alturas de su historia, pero reviste mayor gravedad la contramarcha que significan en relación con el principio de laicidad gracias al cual quisimos convertirnos desde hace tiempo en una sociedad madura, en una sociedad responsable de sus actos.
No comments:
Post a Comment