José Hugo Fernández. CUBANET
Después de muchos años de ejercicio periodístico al margen de las estructuras y los medios oficiales (lo que en Cuba significa al margen de la ley), uno pudo haber acumulado demasiadas dudas, tantas como en otra profesión cualquiera. Pero al menos una cosa sí tenemos clara: no es verdad que siempre decimos (ni siquiera que debamos decir) todo lo que pensamos, o lo que ven nuestros ojos y lo que escuchan nuestros oídos. Sencillamente porque las convicciones morales, así como ciertos mandatos del espíritu, priman, por suerte, sobre la política.
Si en una sociedad de abierta democracia la función de un informador es decirlo todo, mantener alerta a la opinión pública, para que nadie viole impunemente la ley y no sea agredido el bien común, dentro de un sistema totalitario no queda otro remedio que cambiar las normas, pues cambiaron sus condicionantes: tanto la ley como el bien común han sido secuestrados por la dictadura.
No son pocas las ocasiones en las que uno se ve obligado (moralmente, que es el único tipo de obligación a la que debemos obediencia) a no verter una opinión, o a no divulgar un suceso o un comportamiento que podrían dar trigo informativo.
Yo, en particular, lo hago, sin el más mínimo remordimiento. No me interesa ser un buen informador, si para ello debo facilitarles la coartada a los cómplices internacionales del régimen, y menos aún a costa de hacerle el juego a la policía, facilitándole las pesquisas que forman parte de sus métodos represivos.
Este largo introito obedece a la impresión que me ha causado la triste noticia del suicidio, en España, del disidente y expatriado cubano Santiago Du Bouchet.
El hombre estaba desesperado. Tanto quizá como lo está la mayoría de los desterrados que llegaron hace poco a España, desde las cárceles cubanas, gracias a una pícara operación de “limpieza” política, para la cual el régimen contó con la confabulación del canciller de aquel país y de la Iglesia Católica nacional.
Creo que en el momento en que se produjo tan lastimosa maniobra, nadie o casi nadie dijo todo lo que debió ser dicho al respecto, en los medios disidentes. Muy poco se habló, por ejemplo, de la ingenuidad con que muchos de esos respetables paisanos del presidio político acogieron el plan. Y menos aún de la ingenuidad, rayana en irresponsabilidad, con que involucraron a sus familiares.
Las tres partes que se asociaron para llevar a cabo la operación de destierro, perseguían objetivos muy obvios y puntuales. Y entre los objetivos de ninguna de esas tres partes estaban contemplados los reales intereses de nuestros disidentes presos, no sólo los de orden político, ni siquiera sus proyectos personales.
Sin embargo, la posibilidad de que esos presos políticos se libraran al fin de las infrahumanas condiciones de las cárceles del régimen, no sólo los precipitó a ellos mismos a una expatriación dolorosa, infértil y verdaderamente penosa, sino que hizo que nosotros nos tragáramos alguna que otra opinión y muchos temores.
¿Con qué acopios morales puede contar alguien que no está sufriendo en carne lo que ellos sufrían, para insinuar siquiera que no debieron aceptar el proyecto de destierro, puesto que contrariaba su causa política, y porque, además, constituía una aventura personal bien peregrina, más aún a la edad en que muchos de ellos la emprendían, y muchísimo más cargando con toda la familia?
Pero así era, ni más ni menos. Por mucho que aún hoy duela y moleste reconocerlo.
Entre las múltiples desgracias que los cubanos debemos a la actual dictadura, está el hecho de que la mayoría hemos nacido y/o crecido bajo su sombra, y, aun cuando no nos guste darnos por enterados, estamos marcados irremediablemente por sus deformaciones, sobre todo las de carácter educacional.
¿Qué esperaban hallar nuestros paisanos en España? ¿En qué derechos piensan los que ahora mismo (al sentirse abandonados y sin perspectivas) se han ido a la huelga de hambre, alegando que lo hacen para reclamar sus derechos?
Recientemente, la prensa internacional divulgó el drama de un indigente de Sevilla, quien, con casi 70 años de edad, ha debido tomar la drástica medida de dejarle su pensión de 750 euros a la familia, mientras él se iba a vivir de limosnero en las calles, alimentándose en los tachos de basura de los restaurantes, pues el dinero no alcanza para todos. Pero la pensión que el gobierno español entrega a nuestros desterrados, para ellos y su familia, es de apenas 700 euros.
Esto que digo puede lucir cínico o indolente o frío, pero es mejor ponerse azul un día que amarillo todos los días: En buena ley, los auténticos derechos de esos paisanos nuestros estaban en Cuba, y estaban (están) siendo pisoteados. Ellos renunciaron a defenderlos al pie del cañón, por muy lógicas y atendibles y justas razones.
Sólo que al partir hacia España, tal vez algunos olvidaron aquella máxima callejera de los cubanos, según la cual, siempre hay que llevar dos jabas, una con las de ganar y la otra con las de perder. Si al gobierno español le está resultando difícil dar respuestas a todos los derechos de sus ciudadanos, en realidad no veo cómo podrá concentrarse en dárselas a los de nuestros desterrados, cuya problemática, por demás, es algo que heredó del gobierno anterior.
Creo que de momento sólo nos queda pedir a Dios que ayude a nuestros paisanos. Porque sería demasiado doloroso que luego de tanto bracear entre las violentas olas de la dictadura, terminen ahogándose en la orilla de una costa extraña.
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