Fernando Mires. Blog POLIS
Desde Irán al Caúcaso, desde Rusia y Bielorusia, pasando por Hungría, hasta llegar a Nicaragua y Venezuela, vemos, si no lo mismo, algo parecido: la emergencia de autocracias electorales; es decir: gobiernos ultra autoritarios que controlando los tres poderes del estado aplastan la libertad de prensa y ganan elecciones apelando a todos los métodos, incluyendo los ilícitos. Razón más que suficiente para que miles de politólogos se hayan dado un festín teórico buscando designar con diferentes tipologías a esas democracias que usan medios dictatoriales o a esas dictaduras que usan medios democráticos (el límite no está muy claro)
Lo cierto es que en periodos electorales los nuevos autócratas parecen invencibles. ¿Cómo derrotar a esos monstruos de la política moderna?
Al usar la palabra monstruo mi primera asociación fue King Kong; la segunda fue Godzilla. Pero, pensándolo mejor, esas figuras son más bien comparables con dictadores de antiguo cuño: Trujillo, Somoza, Pinochet, Kim il Sung, o los Castro. Las autocracias electorales, en cambio, se encuentran, por el sólo hecho de realizar elecciones, en un estadio semipolítico. Por un lado, al estar amparadas por siniestros generales conservan rasgos típicos del gorilaje clásico. Por otro, al buscar legitimación electoral forman parte de una especie, si no democrática, por lo menos republicana. En fin, se trata de híbridos políticos. Son ─ si tuviera que sugerir alguna analogía ─ los Goliaths de nuestro tiempo.
Como el Goliath bíblico, los autócratas electorales gozan de poderes omnímodos y están armados hasta los dientes. No obstante Goliath tenía ciertos conocimientos políticos. Por lo menos sabía que en determinados momentos la guerra debe asumir, al igual como hoy la política, una expresión representativa. Goliath se erigió así como representante único del partido de los filisteos, obligando al partido contrario, los israelíes, a erigir también un representante único, papel que asumió ese escuálido pastorcillo llamado David.
Debo decir, corriendo el riesgo de recibir reprobaciones teológicas, que me siento tentado a reivindicar en parte la figura histórica de Goliath. Pues cuando el gigante desafió a sus enemigos lo hizo con el propósito de evitar un mayor derramamiento de sangre. Goliath se erigió así como representante de todo un pueblo. Y aquí ya tenemos por lo menos un elemento propio a la lucha política: la elección de representantes.
Ciertamente, y ahí reside el carácter no político de Goliath, su desafío lo llevó a cabo sólo porque estaba absolutamente convencido de que nadie entre los israelíes tenía condiciones para derrotarlo. Si hubiera tenido alguna duda, no habría hecho ningún desafío.
Hay entre ese pasaje bíblico y la política de nuestro tiempo, otra analogía: Goliath concentró el poder del ejército filisteo en su propia persona, arriesgando todo: Si era derrotado, los filisteos correrían la misma suerte que Goliath. En otras palabras, Goliath no dejaba ninguna posibilidad para un “goliathismo sin Goliath”.
Del desigual enfrentamiento entre David y Goliath conocemos sus pormenores. Sin embargo, una lectura no literal ─ es decir, inteligente ─ de la Biblia, lleva a descubrir el enorme significado simbólico de la épica confrontación. Por de pronto, el uso de una simple honda en contra de un gigante armado nos dice claramente que nunca, en condición de inferioridad militar o política (en este caso da lo mismo), hay que usar las armas del enemigo, como proponía de modo ingenuo Saúl.
No obstante, previo a que David enviara el piedrazo que partiría la frente (el pensamiento) del desdichado Goliath, hay indicios que permiten afirmar que David ya había derrotado a Goliath. Veamos:
David aceptó el desafío, desconcertando a Goliath. Eso llevó a Goliath a decir (según 1. Samuel 17) 43: “¿Soy yo perro para que vengas a mí con palos?” – Y maldijo a David por sus dioses. 44: Dijo luego el filisteo a David: Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo”. A lo que David respondió, 46: “Jehová te entregará hoy en mi mano, y yo te venceré, y quitaré tu cabeza de ti: y daré hoy los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra: y sabrá la tierra toda que hay Dios en Israel”.
En breves palabras, David no se dejó insultar ni intimidar.
Extrapolando el conflicto bíblico a la escena política –al fin y al cabo la política viene de la guerra- es posible afirmar que para derrotar a un enemigo más poderoso hay, en primer lugar, que aceptar el desafío. En segundo lugar hay que aceptar la personalización del conflicto. Paso muy importante pues, observando los procesos electorales que han tenido lugar en Bielorrusia y en Rusia, pudimos ver como los candidatos opositores rara vez nombraban a Lukashensko o a Putin, como si les tuvieran miedo. Por ejemplo, casi siempre en sus discursos se referían a “este gobierno”, pero nunca al gobernante. Grave error.
Una elección es siempre entre personas y la despersonalización de la lucha por un contrincante lleva a su derrota segura. Eso significa: si el enemigo te insulta, tú debes responder con firmeza. Y si te tutea, tutéalo tú también, aunque el otro sea presidente. Lo peor que se puede hacer, tanto en la política como en la guerra, es ignorar al adversario. Casi nadie quiere votar por un candidato disminuido.
David enfrentó las amenazas de Goliath. Jamás se dejó intimidar. Sin insultar, respondió con la dureza necesaria. Mas todavía: tomó la iniciativa retórica (no hay política sin retórica) descolocando verbalmente a Goliath. Las frases de David, obsérvese, fueron más largas y más precisas que las de Goliath. Solo así logró David entusiasmar a su pueblo. La honda y el piedrazo ─ si se toman en cuenta las condiciones descritas ─ juegan en esta historia un papel altamente secundario.
Así fue y así será: tanto en la paz como en la guerra.
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