Ortega en Harvard: ¿Acaso se recogen
uvas de los espinos?
Rolando Cartaya.
MARTINOTICIAS
Alen
Lausán en su web humorística “Guamá” lo resumió así: “Jesús: Dar la vida por las ovejas. Ortega: Dar las ovejas por mi vida”.
Quise reírme, pero me lo impidió una profunda lástima por mis hermanos
católicos en Cuba, tan huérfanos de un buen pastor.
Me
inspiró ese sentimiento el fariseísmo del cardenal Ortega en Harvard. Me hizo
recordar en particular a uno de esos hermanos. Hace más de 20 años y no
recuerdo el apellido de Lázaro, pero fumigué con él cientos de viviendas en el
municipio Diez de Octubre, después de cumplir prisión y de que mi título de
periodismo quedara invalidado.
Cuando terminaba sus ocho horas de
motomochila, Lázaro se daba un baño corto de cubo y jarrito y, todavía con los
ojos enrojecidos y el amargo sabor del malatión en la boca, se iba a servir a
su Iglesia del reparto Sevillano, la misma cuyas campanadas me infundieran años
antes esperanza en mi celda tapiada de Villa Marista.
Fue Lázaro quien primero me habló del entonces
obispo Jaime Ortega. Desde su sencillez y su humildad, él admiraba a aquel
hombre siempre sonriente y bien perfumado. Luego lo conocí, o diré mejor, lo vi
en persona, gracias a él, que no descansó hasta convencerme de que debía
confirmarme en el bautizo.
Llegado el gran día, comprobé lo que me había
contado mi amigo, y me llamaron también la atención el leve maquillaje y las
manos bien manicuradas del prelado. Pero bueno, también los gerontócratas
soviéticos se maquillaban. Lo que definitivamente no me gustó fue su distancia:
aquel no mezclarse demasiado con los fieles, como si estuviera siempre en el
trono y tras el velo del lugar santísimo.
En mi pasada vida católica en Cuba conocí
sacerdotes que uno podía advertir que llevaban bien puestos los pantalones
debajo de la sotana. Como Norberto, el atrevido párroco de aquella iglesia de Paula
donde me confirmé, que un día se fue a Puerto Rico y no volvió: o mi actual
colega Carlos Cabezas, el subversivo “enfant terrible” de los curas habaneros;
o Clemente, el párroco español de la Iglesia del Carmen, que sacaba procesiones
a la calle cuando no estaban permitidas.
Pero también conocí a una jerarquía de
espinazo blando, la misma que se apresuró a desautorizarnos mediante un
comunicado cuando en 1987 varios miembros del Comité Cubano Pro Derechos
Humanos encabezados por Ricardo Bofill asistimos en la iglesia de San Juan de
Letrán a una misa que pedimos fuera en memoria del asesinado sacerdote polaco
Jerzy Popieluzko. Aquella escueta nota del arzobispado habría bastado para
encarcelarnos a todos.
Ha habido muchas más razones, pero creo que allí
empezó mi decepción con el catolicismo. Y a cada paso, encumbradas eminencias
negras como el cardenal Ortega me han confirmado que no estaba descaminado. Una
congregación rara vez rebasa la medida de su pastor.
En el “performance” de Ortega en Harvard, fue
casi imposible no advertir bajo su palabra suave y estudiada un desprecio por
los que llamó “gente sin cultura” (como si Jesús no hubiese escogido como
discípulos a pescadores analfabetos) “con problemas sicológicos” (como si el
Maestro no hubiera lidiado con endemoniados incontrolables y cubiertos de
barro, pústulas y babas) “un grupo de ex delincuentes” (como si el Señor no
hubiese sido colgado en la cruz entre ellos, y encontrado que, de dos, uno era
bueno).
Los
evangélicos acostumbramos decir que para todo hay respuestas en la Biblia. Y
para esto hay una advertencia que nos legó el propio Jesús:
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a
vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus
frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los
abrojos?”.
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