Fabián Corral B. EL COMERCIO
¿Cuál es la tarea de los intelectuales? ¿Tienen función moral las élites? ¿Es posible una sociedad con intelectuales que han renunciado al pensamiento crítico, y con élites que han confundido su tarea de conductores con el ventajismo y el acomodo? ¿Por qué la mediocridad avanza tanto, y por qué casi no hay pensamiento nacional? Estas son preguntas inútiles si se vive al día, consumiendo propaganda, haciendo de la vista gorda, rastreando justificaciones y encontrado pretextos para enmudecer, o para aplaudir. Preguntas incómodas, serán, sin duda, cuando la renuncia a las responsabilidades y el mandato de silencio prevalecen sobre la inteligencia y la rebeldía. Preguntas que, quizá, solo sirven para tontear en un artículo de prensa o en algún párrafo académico.
Preguntas inútiles, en las que, sin embargo, hay que persistir tercamente, para intentar salvar la poca conciencia que queda en algunos, para proteger, si aún es posible, los escasos rezagos de vergüenza que se han salvado de la general decadencia.
Los intelectuales fueron hijos del racionalismo y de la libertad. Los intelectuales, cuando existían, pusieron en entredicho al poder, pensaron y cuestionaron el derecho a mandar, rompieron los mitos y desnudaron las mentiras. Los intelectuales hicieron de la duda perpetua el método y la conciencia, negaron todos los dogmas para buscar la verdad. La crisis llegó cuando se sentaron en las poltronas del poder, cuando suplantaron la cátedra y la polémica por el púlpito de inquisidores, cuando se aliaron con los absolutismos de cualquier signo. Cuando se sometieron y practicaron el extremismo de los conversos. La paradoja está en que la tolerancia que reclamaron cuando les convenía para decir, escribir, pintar o enseñar, se transformó en la piedra en que tropezó el poder de los torquemadas. ¿Quedan intelectuales?
Las élites, cuando existían, eran dirigencias ejemplares, comprometidas, más inclinadas a las responsabilidades que a los derechos. No fueron ni partidos ni movimientos, no fueron grupos de presión articulados para lograr ventajas y ganar dinero. Las élites fueron la contrapartida de las multitudes, fueron su dirección, su ruta. Cuando las élites abdicaron de su tarea, se hicieron tribus de cortesanos, negociadores de pasillo, y entonces llegó, como decía Ortega, la rebelión de las masas, y el ascenso de la insignificancia. Llegó la abulia de las sociedades, la costumbre de obedecer sin réplica y el hábito de no pensar.
Élites e intelectuales fueron las reservas morales que permitieron alentar esperanzas en los momentos de mayor desaliento. Fueron la conciencia crítica de los que querían preservar la libertad y la capacidad crítica. La agonía de las élites y la abdicación de los intelectuales son malos signos. No son anuncio de nuevos amaneceres, sino síntoma del ingreso al tiempo nublado del que habló Octavio Paz.
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