Mario J. Viera
Cuando el representante viviente de un mito muere, la muerte le erige pedestales de adoración cuasi religiosa. La muerte no es fin mientras se mantenga la memoria del desaparecido. Los hombres mueren cuando son olvidados y hay vivos que están muertos por el silencio y muertos que permanecen vivos en el imaginario popular.
Muertos hay que merecían seguir viviendo. Vivos hay que nunca debieron nacer.
La muerte puede enaltecer. José Martí decía: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”. Sin embargo hay aquellos que no cumplieron bien con la obra de la vida y no parece que hubieran muerto, convertidos en ídolos por seguidores inadvertidos de su vida o fanáticos de ideales cargados de odios. Hay héroes y canallas eternos porque hay adoradores de la luz y adoradores de las sombras.
Hay muertes gloriosas, hay muertes nobles y hay muertes indignas. La muerte puede ser gloriosa en el sacrificio supremo de un santo o en la caída de un caudillo sociópata. Noble es la muerte en la despedida del bueno en su habitación; noble la muerte de Sócrates bebiendo la cicuta rodeado de sus más fieles discípulos; gloriosa la muerte en el Gólgota del humilde Jesús. Indigna fue la muerte en el cadalso de Sadam Hussein o la muerte entre turbas enfurecidas de Muamar el Gadafi o la de Benito Mussolini a manos de los partisanos.
Hay muertes gloriosas para hombres que no merecían la gloria, así la muerte en Bolivia de Ernesto Guevara, sus asesinos lo convirtieron en mito.
Hay muertes necesarias, más allá de la piadosa que acorta los sufrimientos de un enfermo terminal, como la muerte de un tirano o la muerte de un traidor o la muerte en cadalso de un consumado asesino. El polifacético sacerdote genovés del Siglo XV, León Battista Alberti, filósofo humanista, escritor, arquitecto, lo diría de este modo: “La muerte es el final inevitable, nunca inútil para los que vivieron mal y nunca nociva para los que vivieron bien”.
¡Qué podemos decir de los que están a punto de subir a la barca de Caronte que hicieron de la ofensa, de la mentira, de la opresión el faro de sus vidas! Si mueren, su muerte no ha sido inútil.
Mi estimado amigo Fernando Mires se refiere al creíble peligro de muerte de Hugo Chávez diciendo que es “un ser humano políticamente equivocado” y por ello no le desea la muerte y hace bien Mires, aunque tal vez su muerte le haría un gran bien a Venezuela. “Ningún buen nacido ha de querer la victoria sobre un cadáver carcomido por el cáncer”, agrega Mires y agrega bien. Expulsar del poder al chavismo por la muerte de su adalid es una victoria miserable. Hay que matar al chavismo con la fuerza del voto mientras esté vivo Hugo Chávez. Si muere antes podría convertirse en mito sagrado para esa izquierda desfasada y delirante que se agita en las entrañas de la América Latina.
Luchar contra el adversario político en buena lid aunque él no respete las reglas éticas del batallar político. “Ahí vamos para perder o ganar. Son las reglas del juego. Y hay, mientras sigamos actuando políticamente, sólo dos posibilidades: Una vez nos ganan, otra vez ganamos. Nadie tiene, en todo caso, asegurada la victoria eterna; y es bueno que así sea. La eternidad no se hizo para nosotros, los mortales” afirma certeramente Mires.
Augusto Pinochet fue derrotado en las urnas y Chile se abrió a una era de democracia en la que se enfrentan la izquierda y la derecha dentro de las reglas del juego de que habla Mires. Murió no hace mucho sin llegar a convertirse en un mito, si acaso en la triste representación de la dictadura. Si adoradores le quedan, son pocos, y quedará finalmente en el olvido-muerte con el relevo de generaciones. Esto puede suceder con Hugo Chávez.
El cristianismo nos enseña a no desear la muerte ni al peor de nuestros enemigos, sin embargo Tomás de Aquino, uno de los Padres de la Iglesia nos dice en su “Gobierno de los Príncipes”: “Cuando la tiranía es en exceso intolerable, algunos piensan que es virtud de fortaleza el matar al tirano”. Es cierto que Tomás de Aquino se refiere a que algunos lo piensan sin aconsejar directamente el tiranicidio pero tampoco rechazando la idea.
El jesuita Juan de Mariana (1536-1624) justificó el tiranicidio y a Thomas Jefferson se le atribuye una frase contundente: “El árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de los patriotas y de los tiranos”. El filósofo trascendentalista norteamericano Henry D. Thoreau no lamenta la muerte de los tiranos; en Walden (1854) escribe:
“En cuanto a las pirámides, no hay nada por lo que asombrarse tanto como del hecho de que pudiera haber tantos hombres degradados para gastar sus vidas en construir la tumba de un bobo ambicioso, que habría sido más sabio y viril ahogar en el Nilo, y arrojar luego su cuerpo a los perros”.
Y es John Locke quien dice: “Quién derrama la sangre de un hombre está sujeto a que otro hombre derrame la suya”.
Es cierto que vale más derrotar a Chávez por los mismos medios que accedió al poder, que erigir la victoria sobre un cadáver devorado por el cáncer.
Desgraciadamente hay un caso diferente en Cuba. Los Castro llegaron al poder por las armas, por el engaño, por la traición; probablemente morirán sobre su lecho sin pagar sus culpas, ¿acaso puedo desearles que tengan una larga vida, que continúen respirando el aire de la isla esclavizada? Ya el camino de la insurrección en Cuba está cerrado y no hay forma de enfrentarles por medio de la línea electoral. Los Castros no admiten que exista una oposición política.
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