Thursday, February 16, 2012

Las trampas de la verdad

Víctor Manuel Domínguez

LA HABANA, Cuba, febrero, www.cubanet.org. En un país donde la simulación se ha convertido en un hábito, en un arte, y en un imperativo de vida, no es fácil decir la verdad frente a frente, mirándose a los ojos, como pidió a los cubanos Raúl Castro.
Muchos entre quienes dijeron la verdad, fijando un ojo en su jefe y el otro en las posibilidades de represalias, no tuvieron tiempo para enorgullecerse de su honestidad, antes de ser echados a la calle, o a la cárcel.
Nadie olvida la expulsión de Marcos Portal, cuando, al frente del ministerio de la industria básica, dijo la verdad sobre las razones del fracaso de la denominada revolución energética, ideada por Fidel Castro.
Tampoco olvidamos la verdad del doctor Eduardo Terry, ex ministro de salud, separado de su cargo por expresar que la  polineuritis aguda, padecida por cientos de cubanos en los años 90, era causada por el bajo nivel de alimentación.
Más adelante, y por decir cuatro verdades a la cara del presidente del parlamento cubano,  Ricardo Alarcón, el joven Eliecer Ávila, estudiante de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI), resultó expulsado del plantel, y nunca ha podido ejercer la especialidad que estudió.
A nivel profesional, las represalias adquieren un gran costo. Los profesionales marcados por decir la verdad, no caen para arriba, como la mayoría de los dirigentes, sino hacia abajo, hasta ser relegados al ostracismo.
Por eso la simulación, o estrabismo estratégico, como llaman algunos al mirar una cosa y ver otra, constituye un acto defensivo para conservar un estatus o un puesto laboral.
Algunos de los que siguieron la intervención de Raúl Castro, en la Primera Conferencia Nacional del Partido, consideran que decir la verdad, de frente y sin tapujo, es un suicidio.
Quienes se atreven, como Alejandro Barceló, deben atenerse a las consecuencias. Graduado de ingeniero civil, y mientras trabajaba como contratista en la remodelación del Hospital Hermanos Ameijeiras, por decir la verdad, Alejandro tuvo su Waterloo.
Durante una reunión, responsabilizó del atraso para la entrega en fecha de las obras del hospital, a Pedro Sáez Montejo, entonces primer secretario del partido comunista en la capital, y a Otto Rivero, directivo de la Batalla de Ideas. Y lo hizo nada menos que frente a los ministros de la construcción y la salud.
Según les planteó, la falta de ocho piezas que se podían adquirir en un almacén de CIMEX, ubicado frente al hospital, tenía paralizada la sala de terapia intensiva. Pero las piezas asignadas a la obra venían desde Francia en un contenedor, y no se podía alterar el plan de inversión.
Dijo, además, que muchos de los recursos asignados al hospital eran desviados para los clubes de computación y para la reparación de policlínicos y consultorios médicos de la ciudad, y también, por supuesto, algunos para lugares particulares.
Como era de esperar, la soga reventó por la parte más débil. Lo enviaron a “refrescar” para su casa. Nunca más lo llamaron. Como de costumbre, el abuso de poder y la corrupción se impusieron a la verdad.
Ante unas autoridades que sólo admiten la verdad que les conviene, es muy difícil que alguien se anime a decir otra versión, sabiendo que pone en juego su pellejo y arroja por la borda su vida laboral.

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