Roberto Casín. EL NUEVO HERALD
Vaya paisaje que nos adorna el horizonte. Todavía no sabemos a ciencia exacta quiénes van a disputarse en noviembre el derecho a ejercer otros cuatro años la presidencia. Aún restan meses para el veredicto en las urnas, pero ya el dinero ha empezado a hacer de las suyas, detrás de cada cartel, de cada anuncio en la radio o la televisión, desnudando miserias o pintando hermosuras al pasaporte político de los aspirantes. Y también denigrando o enalteciendo al actual titular del cargo.
Por más de medio siglo, a las corporaciones y gremios se les impidió gastar a chorros los dólares para apoyar u oponerse a quienes competían por un puesto público en el país. Pero hace dos años la Corte Suprema borró la regla de golpe y porrazo, y ahora unas y otros tienen casi absoluta libertad para mostrar en plata su generosidad o animadversión con un candidato.
El fallo anuló incluso una ley que era parte de las normas de financiamiento de campañas, en su tiempo respaldada por demócratas y republicanos, y que prohibía que las corporaciones usaran su influencia económica para interferir directamente en los procesos electorales pagando anuncios publicitarios para apuntalar a amigos o para demoler a adversarios en las últimas semanas de la lid electoral.
El resultado es patético: los que le tienen inquina al gobierno, los que lo idolatran, los que promueven leyes nuevas que beneficiarían sus intereses particulares, los que ya sacaron la cuenta de los beneficios que les aportaría el triunfo de tal o más cual político, disfrutan de entera libertad para emplear su poder económico como artillería de grueso calibre. Dicho a las claras, millones de dólares para persuadir a la gente a que vote como ellos quieren o que castiguen a quienes no son de su agrado.
No hay oficina de campaña electoral que admita estar recibiendo dinero en contribuciones a cambio de futuros favores políticos. Más les vale. ¿Quién dice lo cierto? ¿Quién no? Eso nadie lo sabe. La guerra de las influencias se libra a puertas cerradas y con guantes. No deja huellas. Es más, las nuevas reglas protegen a los donantes con el anonimato cuando canalizan los fondos a través de sociedades corporativas. Las trazas del dinero son casi inextricables.
Una reciente investigación hecha por reporteros de la agencia Associated Press resulta reveladora. La pesquisa halló, entre otras muchas menudencias, que una firma del sector energético que donó un millón de dólares a uno de los candidatos, también pagó cabilderos en el Congreso para impulsar intereses mineros y una propuesta de canje de tierras con el gobierno federal.
Otra compañía de casinos operada por un magnate que dio 11 millones de dólares a uno de los contendientes a la Casa Blanca niega haber actuado mal en el pasado, pero es objeto de una investigación por parte del Departamento de Justicia debido a posibles violaciones de una ley de prácticas internacionales corruptas.
Las donaciones fluyen a través de los llamados comités de acción política, los notorios “pac”, con chequeras de múltiples guarismos. Según la ley, pueden apoyar al candidato de su preferencia. Eso sí, sin coordinar directamente las contribuciones con ellos o con sus equipos de campaña. Aunque nadie se traga la píldora de que los acaudalados donantes se sienten más motivados por amor cívico que por intereses personales.
El problema está en que con la política y el dinero sucede como con el tocino y el chocolate. La mezcla es indigesta. Y mientras los electores no tienen luego más remedio que echar mano a un purgante, la mayoría de los candidatos se contentan con una idea fija: quizás no sea hermoso ni muy heroico ir al infierno, pero en todo caso vale la pena prepararse para hacer el viaje con los bolsillos llenos.
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