Confieso que, como tantos de mi generación, fui uno de los engañados por Silvio Rodríguez. Confié demasiado en sus versos insolentes y provocativos, en su guitarra y sus botas rusas. Creí que su voz, descarnadamente humana, era la de uno de nosotros.
En escuelas de becados, campamentos agrícolas, cañaverales, obras de choque de la construcción, unidades militares, calabozos y enrejadas salas siquiátricas para reclutas revoltosos, inevitablemente, tarareábamos o teníamos en mente alguna de las ambiguas canciones de Silvio, que aunque hermosas, a ciencia cierta, si no eran de amor o evidentes panfletos políticos, no sabíamos de qué carajo hablaban. Pero ese era precisamente su mayor encanto.
No sabíamos que Silvio vendería su alma y que sus admiradores corríamos el riesgo de ser alumnos modorros de su escuela de capacitación política.
La traición de Silvio duele tanto como el engaño de una amante que quisimos mucho. No obstante, sus poéticas canciones ─ masoquistas que somos ─ aún son parte de nuestra nostalgia.
Recuerdo los conciertos en la Casa de las Américas, la Cinemateca o uno muy especial, a medianoche, la víspera de San Valentín, en el Palacio de Bellas Artes.
A propósito de ese concierto, hace unos años, en un e-mail, Rosita, la más querida de mis amigas, que vive ahora en Coconut Grove, me contaba sobre un concierto de Silvio, "a las 12 de la noche, en la Universidad de La Habana, allá por los 70".
Es curioso, nunca logro que coincidan exactamente mis recuerdos con los de las mujeres que amé. Estuve precisamente con Rosita en el único concierto de Silvio a medianoche al que recuerde haber asistido alguna vez. Pero fue la víspera de San Valentín (¿1976, 1977?) en la sala-teatro de Bellas Artes y no en la universidad. Ninguno de los dos teníamos por entonces más de 20 ó 21 años. En el viaje de regreso, en la guagua, primero en la 54 y luego en la 31 hasta La Güinera, en la fría madrugada de febrero, Rosita dormía en mi hombro. Y yo, enamorado como un perro, aspiraba el aroma único de su pelo rojizo y tramaba en vano la reconquista... Evidentemente, han pasado demasiados años...
Algunas citas tomadas de canciones de Silvio deben andar por ahí en libros que regalé a muchachas que posiblemente ya no recuerden ni mi nombre. En aquellos tiempos, las muchachas todavía apreciaban que un tipo flaco, melenudo y miope, expulsado de todos los sitios posibles y con manía de andar descalzo en casa, les regalara un libro con alguna dedicatoria con cita tomada prestada de Silvio, como "Todo se vuelve a inventar si lo comparto contigo".
Para qué negar que todavía se me erice la piel cuando escucho por enésima vez "Óleo de mujer con sombrero" o "De la ausencia y de ti.
De todas las canciones que he escuchado alguna vez, "El día feliz que está llegando" es una de las que más me devuelven el optimismo. Tanto como "El Necio", que se muere como vivió, me deprime. También me pone optimista ─ y uso como conjuro ─ "Venga la esperanza", sólo que prefiero escucharla por José Feliciano. No es sólo por la guitarra estratosférica que toca el boricua cuando se lo propone y está para eso, sino porque Silvio Rodríguez, a estas alturas del desengaño, tiene pocas esperanzas comunes conmigo, vengan del color que vengan.
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