Haroldo Dilla Alfonso. CUBAENCUENTRO
Desde hace meses he guardado un texto en mi computadora para disfrutarlo en una lectura apacible. El texto lo merece por su alta calidad argumental y su buena pluma. Pero como creo que para mí ya pasaron los tiempos de las lecturas apacibles, he decidido leerlo y compartir mis puntos de vista con los pacientes lectores. Se trata del artículo “La Iglesia católica y los destinos de la nación” del director de Espacio Laical, Roberto Veiga, y que publicara el Cuba Study Group.
Al discutir este artículo, siempre debemos considerar hasta qué punto opiniones como la de Roberto Veiga pueden ser las de la jerarquía católica cubana. En realidad la Iglesia, fuera del dogma, es muy diversa. Y también lo es la cubana. Veiga y sus colaboradores, representan una orientación que alguien llamó alguna vez socialdemócrata y que yo llamaría socialcristiana. Una suerte de izquierda cristiana a la que hay que dar la bienvenida. Pero sí creo que en lo fundamental, las opiniones que Veiga puede expresar sobre el tema de la llamada reconciliación nacional son en esencia las que se han fijado en la alta cúpula. Pues hay temas delicados en que la Iglesia — avezada sobreviviente de muchas lides — no deja cabos sueltos. Y este es uno de ellos.
La idea central de Veiga es que la Iglesia debe desempeñar un rol distinguido en lo que llama el camino a la concordia y el progreso nacional. Y hacerlo, dice Veiga, con humildad, humanidad, fraternidad, entre otros relajantes vocablos, propios del argot gremial. Y esto se logrará, concluye, “…si todas las partes son capaces de incorporar una conducta política nueva, madura, capaz de reconocer al otro como interlocutor, basada en la voluntad de aceptar la legitimidad de todas las opiniones y el análisis compartido, con el propósito de marchar juntos y alcanzar consensos”.
Por muchas razones me inclino a saludar estas generosas intenciones explicitadas en el discurso eclesiástico cubano que Veiga sintetiza. Es muy difícil estar en contra. A lo sumo solo tengo dudas, algunas muy severas, que trataré de explicar.
En lo personal, aunque no soy creyente, tengo un alto aprecio por los valores que se pueden generar desde el cristianismo. Conozco la historia de muchas disidencias cristianas por la salvación humana, la mayor parte de cuyos integrantes terminaron en la hoguera o en la horca. Tengo estrechas relaciones con grupos católicos en República Dominicana que han asumido la cuestión social con una abnegación imbatible, incluyendo aquí la suerte de los migrantes haitianos. Sé del trabajo sacrificado que realizan algunas congregaciones religiosas católicas en Cuba con personas discapacitadas, enfermas, ancianos y otros grupos vulnerables. Estimo a muchos amigos y amigas cuyas virtudes emanan de la creencia en la infinitud de la bondad y la modestia cristianas. Finalmente, aprecio el trabajo editorial que Veiga y sus compañeros están realizando desde Espacio Laical, cuyas lecturas siempre disfruto.
Pero me temo que casi nada de lo anteriormente mencionado tiene que ver con la manera como la alta jerarquía católica cubana se ha comportado en el devenir nacional. La Iglesia católica es regularmente conservadora, nada democrática, elitista y excluyente. Pero la nuestra — es decir, sus jerarcas — lo ha sido de manera descarnadamente arrogante, y siempre que ha habido una oportunidad de colocarse en el lado equivocado de la historia, la ha aprovechado.
Y es por eso que creo que el texto de Veiga, como todos los textos que se han producido sobre el tema desde los templos y oficinas anexas, despierta muchas dudas razonables.
No hay — salvo breves acotaciones — una autocrítica que dé cuenta de este pasado. Al contrario, lo que hay es una construcción ideológica que disfraza la realidad. Una sustitución de la Iglesia real y concreta — con sus errores, cálculos de conveniencia, dogmas, atavismos, trampas, malos pactos, etc. — por una entelequia más allá de los tiempos y las existencias. La Iglesia que nos describe Veiga no es la Iglesia que niega el derecho de las mujeres al control de sus cuerpos, que prohíbe el aborto, que discrimina a los homosexuales, que estigmatiza el condón y que frecuentemente ha pactado con lo peor de la política mundial en aras de la sobrevivencia institucional y del credo anticomunista. No es, definitivamente, la Iglesia que los cubanos situamos lo suficientemente lejos como para poder construir una sociedad laica y liberal que hoy constituye una de las grandes ventajas de nuestra sociedad.
De ahí, por ejemplo, que Veiga considere que la legitimidad de la Iglesia católica para actuar como mediadora en el proceso de reconciliación nacional deriva de haber tenido históricamente tanto un discurso de este tono como una experiencia en ofrecerlo. Dos rasgos espirituales, vaporosos, etéreos que poco tienen que ver con otra realidad que determinó su selección por Raúl Castro como interlocutora: es la única organización que posee una estructura nacional institucionalizada — a diferencia de las descentralizadas religiones afrocubanas y de la fragmentación de las protestantes — y que es parte de un continuo de poder que desemboca en el Vaticano. Y es una institución cuyos horizontes seculares no ponen en peligro la continuidad en el poder de la élite política cubana que es, como la Iglesia, conservadora, nada democrática, elitista y excluyente. Una élite en bancarrota dispuesta a concederlo todo excepto el control monopólico del Estado, que garantiza sus privilegios y su orgásmica metamorfosis burguesa.
Esta selección le ha dado a la Iglesia católica una oportunidad única en la historia nacional para situarse en el centro activo de la política insular. Y la está aprovechando.
Pero es una oportunidad dudosa que pudiera conducir a una situación en que la Iglesia (aquí recuerdo el dilema maquiavélico) al explotar su fortuna, disminuye su virtud. La iglesia, al asumirse como casi único espacio permitido de debate, también acepta las condiciones que le impone la élite política, y por consiguiente produce una discriminación, menos excluyente que la previamente existente, pero excluyente al fin.
Solo que el Partido Comunista nunca se cuidó de decir que efectivamente había discriminación y sinceramente proclamó que dejaba fuera a todos los enemigos de la patria, la revolución y el socialismo. Pero la Iglesia está obligada a decir que sus puertas están abiertas para todos, cuando en realidad solo lo están para tecnócratas, reformistas de bajos tonos, funcionarios con exabruptos liberales y algunos exiliados —regularmente católicos — que han sido “amnistiados” por diversas razones. Con seguridad muchos de ellos con méritos suficientes para ser parte de este debate, pero solo parte: la parte de quienes abogan por una transición ordenada donde hay mucho de orden y muy poco de transición.
Repito, por convicción o por conveniencia.
Queda otra cuenta por sacar referida al costo que todo esto tiene para la sociedad cubana.
Al final la Iglesia puede decir que usó una oportunidad para cambiar las cosas, cuando las cosas inevitablemente cambien. Y que el fin — otra vez Maquiavelo — justificó los medios. Pero a los cubanos nos va a quedar una sociedad con una Iglesia erigida en árbitro más allá de las cuestiones de la fe. Y cuando eso sucede — observen al respecto más de una experiencia latinoamericana — el precio lo pagan todos los que están fuera de los dogmas discriminatorios de la institución.
Es por ello que aun cuando creo entender la justeza de la idea de que la manifestación religiosa no puede limitarse al ámbito privado, me preocupa la imagen de las iglesias —católica, protestante o de cualquier denominación — invadiendo el espacio público. Y me aterroriza que lo hagan sin contrapartes autónomas permitidas en virtud de este peculiar concordato que será bendecido en marzo por Ratzinger, un papa muy controvertido que se mueve en la escena pública con la furia de un inquisidor y la acrimonia de un plantígrado.
Creo que una virtud innegable de la sociedad cubana — republicana y revolucionaria — ha sido su laicismo. Ello ha potenciado un pensamiento liberal auténtico que al entroncar con nuestra mentalidad caribeña ha potenciado una sicología social hedonista, librepensadora y aperturista, liberadora de las subjetividades. En ella radica nuestra principal virtud como sociedad.
Una virtud que debemos conservar a cualquier precio frente a todas las tentaciones, profanas y divinas.
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