Entre el grito y el
eco
Alejandro
Armengol. EL NUEVO HERALD
EL GRITO. Edvard Munch |
La bipolaridad es una de las tragedias del exilio cubano.
Aquí no hay términos medios. Los caminos son dos: o te
defines anticastrista declarado ─ y entonces sacas banderitas, saludas a los
congresistas y llamas a la radio local – o te catalogan de castrista solapado;
y te miden cada palabra que pronuncias, para descifrar señales ocultas desde La
Habana, gestos destinados a dividir a la comunidad e intenciones torcidas.
En Miami siempre han estado desvirtuadas las actitudes de
“confrontación” y “acercamiento”, ya que no ha sido posible el desarrollo de un
grupo que postule la no confrontación desde una actitud que sea al mismo tiempo
anticastrista y antirreaccionaria. Este anticastrismo no se asume en el sentido
tradicional de la beligerancia contra los centros de poder asentados en la
Plaza de la Revolución, sino en uno más amplio, de desacuerdo fundamental con
el estilo de gobierno imperante en la isla. No por falta de un fuerte rechazo
al régimen imperante en Cuba, sino por la necesidad de marcar distancia con una
agresividad vocinglera que puede tener diversos objetivos, pero se limita al
papel de brindar la peor imagen de un exilio cavernícola y fanático.
El acercamiento a la realidad cubana, por otra parte, ha sido
desvirtuado a través de los años, en muchos casos reducido a la categoría de
complicidad – o peor, de colaboracionismo – y encerrado en un cuarto donde el
gobierno cubano dicta las pautas y sólo escucha lo que con anterioridad ha dejado
en claro que quiere escuchar. Luego, a veces, añade un brindis con mojitos.
Por décadas, el maniqueísmo de La Habana ha definido la
dicotomía en Miami. El simple hecho de ser simpatizante o miembro del Partido
Demócrata resulta sospecho; si además uno está en contra del embargo se
arriesga a ser declarado un peligro para la comunidad y si a todo esto se añade
que apoya los contactos entre quienes viven a aquí y allá, se gana un puesto en
la lista negra.
Pero cuando se mira al otro bando el panorama es aún más
desolador. Quienes denuncian la intolerancia del exilio, desde una posición
cercana a Cuba, son a su vez igualmente intolerantes. La llamada radio
alternativa de esta ciudad es incapaz de la menor crítica hacia el gobierno de
los hermanos Castro, y se limita a repetir – o incluso a exagerar – el discurso
de La Habana.
Triste el hecho de abandonar Cuba para convertirse en caja de
resonancia.
Si una parte del exilio de Miami se empeña en identificarse
con las causas más reaccionarias y glorifica a terroristas que nunca han pagado
por sus crímenes, en igual sentido otro sector critica esa situación, pero se
niega a denunciar también los crímenes y la represión del régimen castrista,
aplaude los disparates de Chávez y ensalza a Evo Morales, Rafael Correa, Daniel
Ortega, Cristina Fernández y otros personajes de la opereta latinoamericana.
Lo que es peor, esos que gritan denuncias sobre la falta de
libertad de expresión en esta ciudad, se niegan a salir en defensa de los
disidentes encarcelados, condenar las violaciones de los derechos humanos en la
isla o a condenar la permanencia en el poder de los hermanos Castro. Para
ellos, nada es más fácil que recordar los crímenes de Pinochet y Videla y
olvidar los de Castro.
Lo lamentable – y que al mismo tiempo hace perder las
ilusiones – es que pese a indicios aislados, la dicotomía entre anticastristas
y simpatizantes de Castro continúa dominando el panorama, no sólo en esta
ciudad sino en la nación. Pese a cambios demográficos, la llegada de nuevos
exiliados cada año y el desgaste del gobierno cubano, las discusiones vuelven
una y otra vez no sólo al todo o nada, sino a la política de avestruz
recíproca.
Da la impresión que Miami se asemeja cada vez más a una
república latinoamericana. Cuando comenzaron a surgir los llamados gobiernos de
izquierda en Latinoamérica, se habló de “nueva izquierda”, “izquierda
renovada”, “izquierda democrática” e “izquierda de nuevo tipo”. Su auge se
asoció al fracaso neoliberal, la injusticia y la pobreza imperante. Incluso
hubo quien intentó catalogar a esta izquierda como un movimiento más cercano al
concepto de ingeniería social del neoliberal Karl Popper, que al pensamiento
totalitario de Lenin, lo que se aplaudió como una de sus mayores virtudes. Pero
en la práctica los petrodólares de Venezuela terminaron por imponer un muñeco o
espantapájaros – hablar de modelo resulta exagerado – sin futuro o permanencia
más allá del alza del petróleo y la supervivencia de Hugo Chávez. Mientras todo
esto ha ocurrido, como ideología esa “nueva izquierda” nunca ha dejado de
arrastrar el pecado original de cerrar los ojos ante la realidad cubana.
De esta forma, el populismo de izquierda latinoamericano y el
populismo de derecha de Miami tienen cada vez más puntos en común, lo que ayuda
a explicar el que no se comprenda que alguien se oponga a Castro, no le gusta
el gobierno del presidente chileno Sebastián Piñera y encuentre poco simpáticas
a Camila Vallejo y Karol Cariola, al tiempo que considera que las declaraciones
de éstas, tras su viaje a Cuba, fueron una mezcla de arrogancia, estupidez y
oportunismo.
No hay duda que, para defraudar toda esperanza, con el tiempo
se ha vuelto más difícil señalar los matices, apartarse del blanco y negro,
buscar una voz propia entre el grito y el eco.
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