Monday, May 7, 2012


Entre el grito y el eco

Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD
EL GRITO. Edvard Munch

La bipolaridad es una de las tragedias del exilio cubano.

Aquí no hay términos medios. Los caminos son dos: o te defines anticastrista declarado ─ y entonces sacas banderitas, saludas a los congresistas y llamas a la radio local – o te catalogan de castrista solapado; y te miden cada palabra que pronuncias, para descifrar señales ocultas desde La Habana, gestos destinados a dividir a la comunidad e intenciones torcidas.

En Miami siempre han estado desvirtuadas las actitudes de “confrontación” y “acercamiento”, ya que no ha sido posible el desarrollo de un grupo que postule la no confrontación desde una actitud que sea al mismo tiempo anticastrista y antirreaccionaria. Este anticastrismo no se asume en el sentido tradicional de la beligerancia contra los centros de poder asentados en la Plaza de la Revolución, sino en uno más amplio, de desacuerdo fundamental con el estilo de gobierno imperante en la isla. No por falta de un fuerte rechazo al régimen imperante en Cuba, sino por la necesidad de marcar distancia con una agresividad vocinglera que puede tener diversos objetivos, pero se limita al papel de brindar la peor imagen de un exilio cavernícola y fanático.

El acercamiento a la realidad cubana, por otra parte, ha sido desvirtuado a través de los años, en muchos casos reducido a la categoría de complicidad – o peor, de colaboracionismo – y encerrado en un cuarto donde el gobierno cubano dicta las pautas y sólo escucha lo que con anterioridad ha dejado en claro que quiere escuchar. Luego, a veces, añade un brindis con mojitos.

Por décadas, el maniqueísmo de La Habana ha definido la dicotomía en Miami. El simple hecho de ser simpatizante o miembro del Partido Demócrata resulta sospecho; si además uno está en contra del embargo se arriesga a ser declarado un peligro para la comunidad y si a todo esto se añade que apoya los contactos entre quienes viven a aquí y allá, se gana un puesto en la lista negra.

Pero cuando se mira al otro bando el panorama es aún más desolador. Quienes denuncian la intolerancia del exilio, desde una posición cercana a Cuba, son a su vez igualmente intolerantes. La llamada radio alternativa de esta ciudad es incapaz de la menor crítica hacia el gobierno de los hermanos Castro, y se limita a repetir – o incluso a exagerar – el discurso de La Habana.

Triste el hecho de abandonar Cuba para convertirse en caja de resonancia.

Si una parte del exilio de Miami se empeña en identificarse con las causas más reaccionarias y glorifica a terroristas que nunca han pagado por sus crímenes, en igual sentido otro sector critica esa situación, pero se niega a denunciar también los crímenes y la represión del régimen castrista, aplaude los disparates de Chávez y ensalza a Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, Cristina Fernández y otros personajes de la opereta latinoamericana.

Lo que es peor, esos que gritan denuncias sobre la falta de libertad de expresión en esta ciudad, se niegan a salir en defensa de los disidentes encarcelados, condenar las violaciones de los derechos humanos en la isla o a condenar la permanencia en el poder de los hermanos Castro. Para ellos, nada es más fácil que recordar los crímenes de Pinochet y Videla y olvidar los de Castro.

Lo lamentable – y que al mismo tiempo hace perder las ilusiones – es que pese a indicios aislados, la dicotomía entre anticastristas y simpatizantes de Castro continúa dominando el panorama, no sólo en esta ciudad sino en la nación. Pese a cambios demográficos, la llegada de nuevos exiliados cada año y el desgaste del gobierno cubano, las discusiones vuelven una y otra vez no sólo al todo o nada, sino a la política de avestruz recíproca.

Da la impresión que Miami se asemeja cada vez más a una república latinoamericana. Cuando comenzaron a surgir los llamados gobiernos de izquierda en Latinoamérica, se habló de “nueva izquierda”, “izquierda renovada”, “izquierda democrática” e “izquierda de nuevo tipo”. Su auge se asoció al fracaso neoliberal, la injusticia y la pobreza imperante. Incluso hubo quien intentó catalogar a esta izquierda como un movimiento más cercano al concepto de ingeniería social del neoliberal Karl Popper, que al pensamiento totalitario de Lenin, lo que se aplaudió como una de sus mayores virtudes. Pero en la práctica los petrodólares de Venezuela terminaron por imponer un muñeco o espantapájaros – hablar de modelo resulta exagerado – sin futuro o permanencia más allá del alza del petróleo y la supervivencia de Hugo Chávez. Mientras todo esto ha ocurrido, como ideología esa “nueva izquierda” nunca ha dejado de arrastrar el pecado original de cerrar los ojos ante la realidad cubana.

De esta forma, el populismo de izquierda latinoamericano y el populismo de derecha de Miami tienen cada vez más puntos en común, lo que ayuda a explicar el que no se comprenda que alguien se oponga a Castro, no le gusta el gobierno del presidente chileno Sebastián Piñera y encuentre poco simpáticas a Camila Vallejo y Karol Cariola, al tiempo que considera que las declaraciones de éstas, tras su viaje a Cuba, fueron una mezcla de arrogancia, estupidez y oportunismo.

No hay duda que, para defraudar toda esperanza, con el tiempo se ha vuelto más difícil señalar los matices, apartarse del blanco y negro, buscar una voz propia entre el grito y el eco.

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