Némesis,
o la parálisis de Dios
Fernando Mires. Blog POLIS
La
historia tuvo lugar en los años cuarenta en los EEUU, en el barrio judío
Weequahic en Newark, donde el joven Bucky Cantor, atlético y muy corto de vista
instructor deportivo de los niños del barrio ve con impotencia como sus alumnos
mueren uno a uno como consecuencia de una epidemia de polio (parálisis
infantil) en contra de la cual todavía no había sido inventada la vacuna.
En
su melancólica novela Némesis, Philip
Roth recrea de modo implícito la historia del Libro de Job quien al ser
sometido a terribles sufrimientos se levantó desafiante ante el poder absoluto
de la divinidad increpando a Dios por lo que él consideraba una injusticia sin
nombre cometida a su persona.
El
sentido bíblico del enojo de Job revela la relación gramática del humano con
Dios, relación propia al judaísmo y radicalizada por el cristianismo a través
de múltiples “oraciones”. Ese dialogo se inicia con el mismo Moisés quien
escuchó la revelación que venía de la “boca” de Dios: “Yo soy el que soy”, vale
decir, ese ser que no requiere explicación ninguna para ser más allá del
tiempo. El ser que está al comienzo, en el medio y al final de todo, en el más
interminable más allá como también en el más microscópico más acá.
Philip
Roth, judío no observante, habiendo alcanzado esa edad en la cual estamos muy
cerca del fin de la vida, plantea a Dios a través del joven Cantor una pregunta
similar a la de Job. Dios, ¿cómo pudiste permitir la maldad cometida en el
cuerpo de esos pobres niños paralíticos?
La
pregunta de Job nos la hemos hecho muchos. Ha sido también esa pregunta sin
respuesta la razón por la cual tantos han decidido negar – y yo digo, desde un
punto de vista formal ─, con razón la existencia de Dios. Pues, si Dios fuera
Dios no debería permitir tanto dolor en este mundo.
La
ira de Job frente a Jehová es la misma que nos conmueve cuando vemos películas
sobre el Holocausto, o cuando desde la tranquilidad de nuestros hogares miramos
en la televisión a esos niños africanos acosados por el hambre, el SIDA, las
moscas. Niños que nunca han hecho mal a nadie y que, sin embargo, ante la vista
impertérrita del Todopoderoso, mueren sufriendo lo indecible en esas tierras
sin árboles, arrasadas, malditas.
O cuando frente a esos golpes arteros que nos
propina la vida, sumidos en el dolor sin límite que sentimos ante la agonía del
ser querido, no queda, aún al más creyente, otra posibilidad que no sea la de
dudar en la bondad de Dios y, en algunos casos ─ costumbre inveterada en
algunos pueblos ─ injuriarlo, maldecirlo, e incluso, como hacen algunos
españoles, putearlo.
Recuerdo
por ejemplo que yo, eximio en el uso de las más malas palabras, quedé helado
cuando leí en esa gran novela de Arturo Pérez Reverte titulada “El Asedio”, la
siguiente frase pronunciada por un alguacil: “Me cago en Dios y en la puta que
lo parió”. Y sin embargo, aún ese insulto terrible, digno de excomunión,
contiene un cierto trasfondo piadoso. Pues para “cagarse” en Dios hay que
suponer que Dios existe. Eso quiere decir: el alguacil de Pérez Reverte había
perdido el respeto, pero no su fe en Dios. Algo parecido ocurrió con el Job
bíblico.
La
tradición de Job la continuó el mismo Jesús quien poco antes de morir miró al
cielo desesperado preguntando: ¿Señor, por qué me has abandonado? Jesús,
siguiendo a Job, no negó a Dios, pero cuestionó, cara a cara, de Hijo a Padre,
su sagrada injusticia.
El
joven instructor Cantor de la novela de Philip Roth fue más allá que Job, que
el alguacil de Pérez Reverte y que el propio Jesús. Calificó a Dios de criminal
y, al sentirse abandonado por Dios, decidió abandonarlo, cosa que no hizo Job.
Pero, y no estoy seguro si ese fue el propósito pedagógico de Philip Roth,
Cantor, al abandonar a Dios, no tuvo a quien culpar o maldecir durante el resto
de su vida. Así, él quedó solo, con su tremenda desgracia.
En
las páginas finales del libro, Philip Roth muestra un Bucky Cantor entrado en
años: inválido como consecuencia de la polio que el mismo adquirió de sus
alumnos, negado a la vida y a sus placeres, consumido por injustificadas
culpas, expiando un crimen que nunca cometió. Inevitable fue, en ese momento,
pensar: “Si Dios no existe es necesario que exista para por lo menos culpar a
alguien de todos los males de esta tierra”. Alguien que pueda asumir todo el
dolor del mundo, la culpa de ser como somos, abandonados por Él a nuestra
propia suerte. Esa soledad, esa vida sin sentido que no sólo embarga a los no creyentes,
también a quienes más han creído en Él como Job o Jesús. O en la novela de
Roth, al joven Bucky Cantor.
Dios
─ digámoslo así ─ acostumbra a dejarnos solos frente a nuestro destino. No
obstante, si queremos seguir creyendo no queda más que afirmar: “sus razones
tendrá”.
La
razón, empero, es una propiedad de la condición humana, no de la divina. Eso no
quiere decir por cierto que Dios sea irracional. Solo quiere decir que las
razones de Dios no pueden ser las nuestras. De otra manera seríamos dioses y de
eso, no cabe ninguna duda, estamos muy lejos. Esa fue una de las tesis
formuladas por ese judío y cristiano – y a la vez, ni lo uno ni lo otro ─
llamado Baruch de Spinoza. La tesis central de su “Breve tratado sobre Dios”
(1677) dice: nuestra racionalidad no es suficiente para alcanzar a la de Dios.
A
partir de una primera lectura la tesis de Spinoza se parece mucho a la
concepción islámica de Dios, a la vez tan similar a las corrientes calvinistas
y luteranas, como captó muy bien Max Weber. De acuerdo a esa percepción Dios es
inescrutable, impensable, inimaginable. Dios al ser Dios no existe a la medida
del hombre. La Biblia nos dice, en cambio, que Dios creó al humano a su imagen
y semejanza, es decir, Dios, no se hizo hombre ─ aunque en la percepción cristiana
se hizo a sí mismo en Jesús ─ pero nos dio algo suyo que nos permite merodear
alrededor de su cercanía. ¿Qué es lo que nos dio?
Lo
dijo Jesús: la fe y la esperanza; ambas ─ no lo dijo Jesús sino Platón ─ hijas
del pensamiento.
Pero
para el cientista Baruch de Spinoza, Dios no nos dio nada, con la excepción de
un simple “modo de ser en el mundo”.
Dios,
en clave spinoziana es esencia absoluta y eterna: La sustancia única que se
manifiesta en infinitos modos de ser de los cuales nosotros, los humanos, sólo
somos uno. Luego, siguiendo de nuevo a Spinoza, los humanos somos incapaces de
pensar a Dios más allá de “nuestro modo de ser”. Por lo mismo, el personaje
Cantor de la novela Némesis fracasó al intentar entender a Dios de acuerdo a la
medida humana, y eso lo llevaría a fracasar en su propia vida.
Ahí
entonces es cuando, de modo inevitable, surge la pregunta: ¿podemos entender a
Dios de otra manera que no sea de acuerdo a la medida humana? La respuesta de
la mayoría de los teólogos cristianos es afirmativa: Cristo es Dios hecho a la
medida humana y Cristo es el portador de un amor que trasciende los límites de
nuestra existencia. Eso significa que, de acuerdo al don del pensar, el que nos
fue dado para que buscáramos la verdad aunque nunca la encontremos (Sócrates)
podemos trascender los límites de nuestra propia humanidad. Ese fue también el
motivo por el cual Spinoza, siguiendo no una idea cristiana sino platónica,
llegó a pensar que en las ciencias y en el arte podemos acercarnos más a Dios
que en el simple seguimiento de los rituales de cualquiera religión. No
obstante, Spinoza no se detuvo ahí.
De
acuerdo a la premisa de una sustancia indeterminable pero determinante, Spinoza
llegó a postular que si Dios es todo ─ y no puede ser sino todo ─ incorpora en
sí a su propia negación, es decir, a su ausencia. Eso significa que Dios cuando
no se hace presente se hace de todos modos presente. ¿Cómo? La respuesta de
Spinoza es muy lógica: a través de su ausencia. La ausencia de Dios ─ utilizo
un término spinoziano ─ es también un “atributo” de Dios del mismo modo como la
nada es un “atributo” del todo.
La
presencia de esa ausencia fue, por lo tanto, lo que no pudo entender Bucky
Cantor, el héroe negativo de la novela Némesis.
De acuerdo a una concepción materialista de su religión, Cantor imaginó que
Dios era una especie de director de un instituto de beneficencia pública.
Nunca, en su orfandad, se le ocurrió pensar que Dios no estaba afuera de él
sino, como dijo Cristo al beber su buena copa de vino tinto, en su propia
sangre. Luego, la ausencia de él en Dios no era más que la ausencia de Dios en
él. Eso es al fin lo que demostró ─ no sé si fue su propósito ─ Philip Roth. La
parálisis del cuerpo se había convertido en la parálisis de Dios en el alma de
Bucky Cantor.
Por
cierto, como todo gran filósofo Spinoza es deudor de Platón/Sócrates. Ya en el
Banquete, Sócrates había dejado claro que el ser humano vive en condición
“mediocre” (intermedia) y por lo mismo busca a través de la expansión del
espíritu en su ser la verdad que no nos es dada en nuestra simple materialidad.
Luego, el deseo de ser ─ idea que tomarían muy en serio Freud y Lacan ─ habita
en el espacio del “no tener”, que es a la vez la guarida del
“inconsciente”. Es decir, para Sócrates,
la presencia del espíritu viene de la conciencia de su ausencia (“la falta”,
según Lacan). O dicho en las palabras de Jesús cuyas parábolas no sólo vienen
del espacio judío sino, también, del griego: sólo la pobreza de espíritu puede
llevar a la búsqueda del espíritu. De tal modo que para entender la
bienaventuranza: “Benditos sean los pobres de espíritu, que de ellos será el
reino de los cielos” hay que entender primero a Sócrates; o de otra manera no
entendemos nada.
Sólo
la ausencia de Dios lleva a su búsqueda, pero no a su encuentro. Así lo
entendió también desde una perspectiva temporal San Agustín cuando intuyó que
el ser humano puede llegar a situarse en vida, no en el tiempo eterno (para eso
hay que morir) sino en el cruce de los tiempos, esto es, desde la mortalidad
del cuerpo pre-sentir la inmortalidad de Dios. En sentido agustino, la
conciencia de la finitud lleva a a-divinar (divinizar) el tiempo infinito, que
es el de Dios, o lo que es lo mismo, a partir de nuestra radical ausencia de
eternidad, pre-sentir el deseo de no morir después de muertos. Sin embargo,
hubo de pasar muchísimo tiempo después de Agustín para que en ese aciago siglo
XX, un tal Martin Heidegger devolviera a la filosofía el pensamiento
pre-teológico de los griegos reconstruyendo en términos laicos la unidad
trinitaria (que ya existía potencialmente en el judaísmo) a partir de su
clásica tríada ontológica: “Ser” (El Padre, el ascendiente) “ser” (el Hijo, el
descendiente) y la existencia que sólo es fluyendo en tiempo gerundio: el
“Seiendes”, ese ser-siendo que nos une a todos en un “somos”(El Espíritu
Santo). Nadie, pienso yo, ha hablado tanto de Dios sin haberlo nombrado nunca,
como hizo Heidegger.
¿Será
esa la razón por la cual la filosofía judía ─ que a diferencia de la no judía
no hace diferencia entre teología y filosofía ─ ha logrado recepcionar y
continuar el pensamiento de Heidegger de un modo mucho más intenso que la
filosofía laica de los no judíos? Porque si uno lee a Arendt, Buber, Strauss,
Levinas, Zarader, Derrida, tropieza a cada minuto con Heidegger. Pero ese ─ aunque
muy interesante ─ es ya otro tema.
Lo
que por el momento cabe destacar es que en cualquiera de los casos mencionados
la condición no divina del ser origina ese deseo de divinidad que cuando no
aparece lleva, como ocurrió al Bucky Cantor de Philip Roth, si no a la muerte
en el alma (Sartre) por lo menos a su parálisis.
De
la experiencia de Bucky Cantor, y de acuerdo a la narración de Philip Roth,
podemos extraer entonces la siguiente conclusión: Como todos nosotros Bucky
Cantor era un hombre libre: libre de buscar a Dios sin encontrarlo y libre de
negarlo sin buscarlo. Como muchos, Cantor hizo uso de su libertad y, apelando a
muy buenas razones, eligió negar a Dios. Pero también pudo haber elegido ─ pienso
yo ─ la otra alternativa. Es que en cierto modo ese es el dilema fundamental de
la condición humana.
Ese
dilema lo intuí de modo nítido al leer en la interesante “Biografía de Jesús”
escrita por Peter Seewald, una cita – más bien una anécdota ─ narrada por
Anthony de Mello. Esa anécdota da cuenta del dilema mencionado de modo más
explícito que un tratado de filosofía. Dice así:
En la calle encontré a una
pequeña niña hambrienta, temblando de frío, sin esperanzas. En ese momento me
invadió la ira y grité a Dios: ¿Cómo puedes permitir eso? ¿Por qué no haces
nada en contra? No recibí ninguna respuesta. Pero en la noche soñé que Dios
hablaba conmigo y me decía: “Sí; yo hice algo en contra; te he creado a ti”.
Pienso
que esa respuesta de Dios tiene, además, y entre otras cosas, una gran
importancia política. ¿O me equivoco?
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