Martí:
el mito y la culpa
Luis Cino Alvarez. CUBANET
Martí Pintura de Víctor Huerta Batista
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José
Martí fue la principal víctima de la maldición que parece pesar sobre los
intelectuales cubanos: la de no poder ser profetas en su tierra. No pudo
superarla con su obra literaria grandiosa.
Ni siquiera lo consiguió con su Gólgota guerrero, que se inició en
Playitas y terminó en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, cuando tropezó con una
patrulla enemiga. Su absurda muerte, casi un suicidio, no sirvió para redimir
los pecados de un pueblo, sino para legarle
el desconcierto, el complejo de culpa y la fatalidad.
Jorge
Mañach fue uno de los primeros responsables de inventar un Martí
multipropósito, que resultó conveniente para todos. La leyenda martiana
contribuyó a la construcción de un meta relato histórico, una teleología del
destino nacional, que todos los
intelectuales cubanos, insatisfechos con
la república que les tocó, quisieron
explicar a su modo, desde el poeta comunista Rubén Martínez Villena hasta José
Lezama Lima y el resto de los origenistas católicos y pequeño burgueses.
Precisamente
un origenista, Cintio Vitier, martiano, ultra-nacionalista, beato y elitista,
al poner su pluma al servicio de la
revolución castrista, aportó su grano de
arena a la legitimidad histórica que Fidel Castro reclamaba desde que en 1953
proclamó a José Martí como el autor intelectual del ataque al cuartel Moncada.
Cuando
se desplomó el bloque soviético y la revolución castrista necesitó proclamarse,
además de marxista-leninista, martiana,
“Ese sol del mundo moral”, de Vitier, con las varias décadas de retraso
que le impuso la censura, le vino como anillo al dedo.
Así,
nos arrullaron con fábulas históricas que invariablemente tenían moraleja y
coletilla. Lo peor fue que gracias a ellas y a otros ilusionismos, nos
parcelaron la nación en nuestras narices mientras nos entreteníamos en aplaudir
consignas y soñar el futuro que no llegaba. Nuestra heredad fueron minúsculos
trocitos de la bandera empapados en
sangre.
Y así estamos hoy, sin ponernos de acuerdo con
nuestro pasado, enredados con el presente y
temerosos del futuro. La
historia, cuando se transforma en interesados
relatos teleológicos, no suele
traer buenas consecuencias.
Tanto
nos machacaron con los héroes inmaculados y
las estatuas de bronce, que terminaron por aburrirnos. Una triste
consecuencia de ese aburrimiento es que hoy muchos cubanos, sobre todo los
jóvenes, identifiquen a Martí con el
“teque” y lo rechacen.
Los
que quisieron hacer héroes perfectos, impolutos, como Martí, desataron la
tentación de buscarle manchas y defectos, de contradecirlos.
Con
tanta historia distorsionada, con tan poco a qué aferrarnos, si regalamos a
Martí a los impostores que aspiran a
plagiarlo, corremos el riesgo de vernos convertidos en una descreída y apática
horda en eterno viaje por el desierto.
Martí
no está libre de culpas. Idealizó un país
con su pluma, porque en el real no pudo vivir en total ni siquiera 20
años. Habría que ver, con tan abigarrado ideario político como mostró en sus
escritos, qué hubiera hecho si en lugar de Estrada Palma, le hubiese
correspondido ser el primer presidente de la república. Supongo que al menos,
ante el motín de los liberales, no hubiese solicitado la intervención
norteamericana como hizo Don Tomás.
De
nada vale la especulación histórica. Si
alguna culpa tuvo Martí fue ─ buen conocedor de la utilidad de las palabras
como era ─ no decir alto y claro que el vino, aunque sea nuestro,
si es agrio, no es más que eso: vino agrio.
La
verdad histórica es asunto demasiado serio y vital para un pueblo como para que
se la rifen entre gazmoños y perretosos. A fin de cuentas, ¿a quien puede
resultar conveniente, si es que conviene
a alguien, hurgar, precisamente ahora,
en chismes históricos, broncas entre próceres y páginas de diarios perdidas? ¿Será cínica y dolorosamente
cierto, también para las naciones, que
algunas mentiras, en adecuadas dosis, ayudan a vivir?
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