Monday, May 21, 2012


Martí: el mito y la culpa

Luis Cino Alvarez. CUBANET
Martí Pintura de Víctor Huerta Batista

José Martí fue la principal víctima de la maldición que parece pesar sobre los intelectuales cubanos: la de no poder ser profetas en su tierra. No pudo superarla con su obra literaria grandiosa.  Ni siquiera lo consiguió con su Gólgota guerrero, que se inició en Playitas y terminó en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, cuando tropezó con una patrulla enemiga. Su absurda muerte, casi un suicidio, no sirvió para redimir los pecados de un pueblo, sino para legarle  el desconcierto, el complejo de culpa y la fatalidad.

Jorge Mañach fue uno de los primeros responsables de inventar un Martí multipropósito, que resultó conveniente para todos. La leyenda martiana contribuyó a la construcción de un meta relato histórico, una teleología del destino nacional,  que todos los intelectuales cubanos,  insatisfechos con la república  que les tocó, quisieron explicar a su modo, desde el poeta comunista Rubén Martínez Villena hasta José Lezama Lima y el resto de los origenistas católicos y pequeño burgueses.

Precisamente un origenista, Cintio Vitier, martiano, ultra-nacionalista, beato y elitista, al  poner su pluma al servicio de la revolución castrista,  aportó su grano de arena a la legitimidad histórica que Fidel Castro reclamaba desde que en 1953 proclamó a José Martí como el autor intelectual del ataque al cuartel Moncada.

Cuando se desplomó el bloque soviético y la revolución castrista necesitó proclamarse, además de marxista-leninista, martiana,  “Ese sol del mundo moral”, de Vitier, con las varias décadas de retraso que le impuso la censura, le vino como anillo al dedo.

Así, nos arrullaron con fábulas históricas que invariablemente tenían moraleja y coletilla. Lo peor fue que gracias a ellas y a otros ilusionismos, nos parcelaron la nación en nuestras narices mientras nos entreteníamos en aplaudir consignas y soñar el futuro que no llegaba. Nuestra heredad fueron minúsculos trocitos de  la bandera empapados en sangre.

Y  así estamos hoy, sin ponernos de acuerdo con nuestro pasado, enredados con el presente y  temerosos del futuro.  La historia, cuando se transforma en interesados  relatos teleológicos,  no suele traer buenas consecuencias.

Tanto nos machacaron con los héroes inmaculados y  las estatuas de bronce, que terminaron por aburrirnos. Una triste consecuencia de ese aburrimiento es que hoy muchos cubanos, sobre todo los jóvenes, identifiquen a Martí  con el “teque” y lo rechacen.

Los que quisieron hacer héroes perfectos, impolutos, como Martí, desataron la tentación de buscarle manchas y defectos, de contradecirlos.

Con tanta historia distorsionada, con tan poco a qué aferrarnos, si regalamos a Martí a los  impostores que aspiran a plagiarlo, corremos el riesgo de vernos convertidos en una descreída y apática horda en eterno  viaje por el desierto.

Martí no está libre de culpas. Idealizó un país  con su pluma, porque en el real no pudo vivir en total ni siquiera 20 años. Habría que ver, con tan abigarrado ideario político como mostró en sus escritos, qué hubiera hecho si en lugar de Estrada Palma, le hubiese correspondido ser el primer presidente de la república. Supongo que al menos, ante el motín de los liberales, no hubiese solicitado la intervención norteamericana como hizo Don Tomás.

De nada vale la especulación histórica.  Si alguna culpa tuvo Martí fue ─ buen conocedor de la utilidad de las palabras como era ─  no decir  alto y claro que el vino, aunque sea nuestro, si es agrio, no es más que eso: vino agrio.

La verdad histórica es asunto demasiado serio y vital para un pueblo como para que se la rifen entre gazmoños y perretosos. A fin de cuentas, ¿a quien puede resultar  conveniente, si es que conviene a alguien, hurgar, precisamente ahora,  en chismes históricos, broncas entre próceres y páginas de diarios  perdidas? ¿Será cínica y dolorosamente cierto, también para las naciones,  que algunas mentiras, en adecuadas dosis, ayudan a vivir?

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