Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba, enero, www.cubanet.org -Ángel Rodríguez fue un amigo que dejé de ver hace veinte años, una persona muy serena, introvertida, sosegada y autor de un libro inédito que me resultó muy interesante. Trataba de una hipótesis sobre el inicio de la humanidad, en la que los dioses y los diablos se disputaban el mando de la Tierra.
Pero si no pude olvidarlo nunca no fue por esas razones, sino por todo lo que me contó sobre su aventura bélica en Angola, adonde fue porque no le quedó otra opción, ya que su vocación no era la vida militar y mucho menos la guerra.
Cuando Ángel se tomaba un par de tragos, sólo hablaba de la guerra. Era una especie de catarsis, como si de aquella forma pudiera liberarse de recuerdos traumatizantes. Tenía 33 años cuando a través de su centro de trabajo fue citado por el Comité Militar, al que pertenecía por ley. En aquellos momentos pensó que se trataba de un entrenamiento de rutina y acudió a la cita.
“Me montaron en un camión ─ contaba ─, me enviaron al lugar del entrenamiento, y allí, a los pocos días, me dijeron que había sido seleccionado para cumplir una misión internacionalista por orden de Fidel y del Partido Comunista. Yo no recuerdo si acepté o no, porque jamás se me preguntó. Me pusieron un arma en las manos y me subieron a un avión. Entonces me dije: ¿qué pasaría, Ángel, si dijeras que no vas a pelear? Si me hubiera negado, habría perdido la militancia en el Partido y además mi trabajo”.
De esta forma Ángel viajó con el primer batallón que llegó a Angola en 1975. Y regresó a los dos años, cuando ya había en ese país más de cuarenta mil cubanos luchando por una causa que desconocían, o conocían muy mal, sólo mediante la información que el gobierno quiso darles.
“Sinceramente, a mí no me interesaba Angola, para nada. Fui por el deseo de quedar bien con la Revolución. Mucho menos me interesó cuando descubrí que la mayoría de los angolanos nos rechazaba. Llegué de regreso a Cuba hecho leña: deprimido, lesionadas mis piernas, decepcionado; hasta con ganas de tirar a la basura mi carné del Partido. El insomnio que padecí durante largos años fue lo peor de todo. En vez de dormir, veía delante de mí a los heridos, volvía a sentir el mismo miedo que experimentaba en medio de los combates, el mismo pesar cuando veía morir a un ser humano”.
Pero al menos Ángel tuvo la suerte regresar vivo. No le ocurrió como a esos tres mil cubanos que, por haber sido seleccionados para cumplir una misión por orden del comandante en jefe, no pudieron volver a Cuba jamás, y ni siquiera sus nombres se reconocen como los de héroes.
Sin embargo, el final de la historia de Ángel no fue menos triste. Durante muchos años había pedido al Partido una vivienda para poder casarse y constituir un hogar; ese era su mayor sueño. De regreso a Cuba, la obtuvo al fin: un apartamento de una habitación, con sala comedor, en el quinto piso de un edificio de bajo costo y sin elevador, donde no pudo instalarse, porque sus piernas, heridas en la guerra, no podían ya subir escaleras.
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