Mario J. Viera
“Es de noche en Santiago de Cuba. No cabe ni un alma más en el parque Céspedes y sus alrededores. Por primera vez, en mucho tiempo, se respira un aire diferente en la indómita ciudad”, así se inicia un fragmento tomado del libro de crónicas “Caravana de la Libertad”, de los autores pro castrista Luis Báez y Pedro de la Hoz y que Granma reprodujo en su edición del 31 de diciembre. Se narraba la presentación de Fidel Castro en el Ayuntamiento santiaguero aquel ya lejano primero de enero.
Era de noche, cierto, cual presagio para el futuro de Cuba, el momento de la proclamación de la victoria rebelde. Castro aparecía solemne ante el clamoroso público que le ofrecía los laureles del triunfo. Aquellos laureles se convertirían en corona de espinas colocada sobre la frente de todos los cubanos.
La adulonería de los dos autores se encumbró ensalzando la figura de aquel caudillo de las montañas orientales: “Es Fidel Castro Ruz, el principal gestor de la hazaña del Moncada, el héroe de la Sierra Maestra. Ya no se dirán más sus apellidos en el trato de los cubanos hacia él”.
El pueblo le llamaría solo por su nombre, como si fuera el familiar cercano, el amigo de todos: FIDEL. Un nombre simbólico que etimológicamente significa FIEL. ¿Fiel? La historia mostraría que el ídolo solo sería fiel a su acendrado narcicismo; mas, en aquel momento, era la figura principal de la resistencia contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Circunstancias especiales y dramáticas le habían permitido ascender hasta la posición de jefe indiscutible de la revolución. No existía otro líder que le restara gloria. Emergía sin oposición y cubierto con la piel de oveja de la democracia para ocultar el lobo totalitario que ya había germinado en sus planes para el futuro. La inmensa mayoría de la población creyó en él y le veía como el nuevo Mesías, tal vez como un Quijote cuerdo o como una versión moderna de Robin Hood cuando en realidad él se veía a sí mismo como una edición mejorada y ampliada de Benito Mussolini, el hombre al que, desde su temprana juventud, más había admirado.
Tras el desastre del asalto al palacio presidencial y la desaparición física de los principales dirigentes del Directorio Revolucionario sus miembros sobrevivientes continuarían luchando contra Batista uniéndose al Movimiento 26 de Julio. La figura que le hacía sombra al caudillismo de Fidel Castro sin duda era José Antonio Echeverría, un hombre joven, estudiante de arquitectura de definida convicción católica y por ende de formación anti comunista. Su muerte permitiría a Castro convertirse en el punto de referencia del liderazgo insurgente.
Muerto en circunstancias no muy claras, Frank País, bautista convencido y practicante y líder del Movimiento 26 de Julio del “llano” le daría a Fidel Castro la posibilidad de unificar a todo el movimiento insurreccional tanto en las montañas como en el llano bajo su mando absoluto, posición que consolidó tras la fracasada Huelga del 9 de abril, un movimiento que él sabía condenado al fracaso pero al que apoyó sabiendo que le facilitaría el control de todo el movimiento de oposición beligerante. Su fina astucia no le fallaba.
Hábil para los efectos sensacionalistas, alcanza primero destaque internacional tras la entrevista que en febrero de 1957 le concediera en plena Sierra Maestra al periodista del New York Times, Herbert L. Matthews quien le mostraría como el nuevo Robin Hood. Posteriormente lanzó la ya famosa invasión al occidente del país, fríamente calculada para, adicto a la historia, reproducir la invasión de Maceo y Gómez al Occidente del 22 de octubre de 1895 hasta el 22 de enero de 1896 con el envío de dos columnas rebeldes hacia el occidente en agosto de 1958.
Para esa fecha las tropas fieles a Batista estaban desmoralizadas y muchos de sus oficiales habían pactado en secreto con los guerrilleros de la sierra Maestra y con los alzados en las montañas del Escambray en la región central de la isla. Castro conocía esto perfectamente. Esto explica como dos pequeños grupos de guerrilleros malamente equipados pudieran atravesar a pie la extensa provincia de Camagüey, cuya geografía es plana en general y con pocas elevaciones como la Sierra de Cubitas. Enormes sabanas con escasa vegetación boscosa y abundantes praderas de crianza de ganado vacuno. Es inaudito que, de no ser por la complicidad de los oficiales del ejército regular, las dos columnas no hubieran sido aniquiladas por la fuerza aérea y el ataque combinado de fuerzas de tierra.
Al decretar el gobierno de Estados Unidos el embargo de armas a Cuba y conocedor Batista de las traiciones de los altos oficiales del ejército que provocaron la derrota de Santa Clara y el descarrile del tren blindado, cuyo jefe había pactado la rendición con los guerrilleros del Segundo Frente Nacional del Escambray, más la conspiración del general Eulogio Cantillo con el jefe de las guerrillas orientales y los contactos del jefe del ejército general Tabernilla con la embajada de Estados Unidos, cuyo embajador ya le había advertido que Washington quería evitar más derramamiento de sangre y sugerido que presentara su dimisión, aceptó renunciar y marchar al exilio.
Al hacerse pública la renuncia de Fulgencio Batista el entusiasmo popular fue gigantesco. Habían concluido 6 años, 8 meses y 21 días de un gobierno que no contaba con las simpatías populares y se había extremado en la represión a los grupos conspiradores. La población se sentía jubilosa por el fin de una etapa de sangrienta guerra civil y buscaba la paz social.
Castro emergía como la gran esperanza de cambios, como el justiciero. Ahíto de fervor revolucionario el pueblo se hizo cómplice, al grito de “¡Paredón!”, de la orgía de sangre que implantara el nuevo poder con los fusilamientos masivos de oficiales y miembros de la policía y del ejército que apoyaron a la dictadura batistiana.
Aquel primero de enero no fue el proclamado por el Granma “primer día de la libertad” sino la alborada de 53 años de una fiera, intolerante y ruinosa dictadura, el fin de todas las libertades ciudadanas, la conversión de todo el país como feudo privado de la élite gobernante, transformado en una enorme cárcel de la que todos quieren escapar y el inicio de la diáspora cubana con su largo, angustioso y nostálgico exilio.
En este primero de enero, aquel caudillo joven, de ardoroso discurso, poseedor de un indiscutible carisma es solo la triste sombra de un viejo achacoso y enfermo que ve impotente y ya si voz como su sistema estalinista se va desmantelando poco a poco hasta que finalmente, por imperativo histórico desaparezca para dar paso a un nuevo comienzo, un renacer de la sociedad cubana.
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